La evolución, para
el hombre moderno, más que un hecho científico y demostrado, es una
cosmovisión, esto es, un modo de concebirlo y de pensarlo todo. Esta
cosmovisión se aplica al origen del hombre y de las cosas como un principio
casi evidente, que nadie puede ni debe discutir.
La razón del triunfo
de esta cosmovisión es, en última
instancia, bien simple: la evolución, y la cosmovisión
evolutiva, es la única alternativa frente a la creación, a la cosmovisión de un
mundo creado tal como es por Dios; es la única forma de excluir a Dios de su
propia obra.
Veamos, pues, cómo la
doctrina católica permite refutar el postulado evolucionista, aunque
limitándonos al origen del hombre, que es lo que aquí nos interesa más de
cerca.
1º La enseñanza de
la Iglesia.
Pío XII afirmaba ya en 1950 que «algunos, con temeraria audacia,
traspasan la libertad de discusión [que el magisterio de la Iglesia
había concedido a los científicos católicos al estudiar el tema de la evolución
del hombre] al proceder como si el mismo origen del cuerpo humano de una
materia viva preexistente fuera cosa absolutamente cierta y demostrada por los
indicios hasta ahora encontrados y por los razonamientos de ellos deducidos, y
como si, en las fuentes de la revelación divina, nada hubiera
que exija en esta materia
máxima moderación y cautela». Es
decir, que ni hay nada ciertamente demostrado desde el campo de la Ciencia que
obligue a sacrificarle las afirmaciones de la Sagrada Escritura; ni faltan
tampoco serios reparos contra la hipótesis evolucionista desde el campo de la Revelación.
Examinemos, pues,
qué nos dice la Iglesia sobre el origen del hombre. Para ello desenterremos un decreto de la Pontificia Comisión Bíblica, referente al carácter histórico
de los tres primeros capítulos del Génesis, del 30 de junio de 1909. En este
texto se nos dice, entre otras cosas:
1º Que «los
tres predichos capítulos del Génesis contienen narraciones de cosas realmente sucedidas, es decir,
que responden a la realidad objetiva y a
la verdad histórica; y no fábulas tomadas de mitologías y cosmogonías de
los pueblos antiguos, acomodadas por el autor sagrado a la doctrina
monoteísta; ni puras
alegorías y símbolos bajo apariencia de historia, propuestos para
inculcar las verdades religiosas; ni leyendas,
en parte históricas y en parte ficticias, compuestas para instrucción o
edificación de las almas». Así lo prueba «el carácter y forma histórica del
libro del Génesis; el peculiar nexo de los tres primeros capítulos entre sí y
con los capítulos siguientes; el múltiple testimonio de las Escrituras tanto del Antiguo
como del Nuevo Testamento; el sentir casi unánime de los santos Padres y
el sentido tradicional que, trasmitido ya por el pueblo de Israel, ha mantenido siempre
la Iglesia».
2º Que «el sentido
literal histórico debe ser mantenido
especialmente donde se trata
de hechos narrados en los mismos capítulos que tocan a los fundamentos de la
religión cristiana, como son, entre otros: la creación de todas las cosas hechas por Dios al
principio del tiempo;
la peculiar creación del hombre; la formación de la primera mujer a partir del primer hombre;
la unidad del linaje humano;
la felicidad original de los primeros padres
en el estado de justicia,
integridad e inmortalidad; el mandamiento, impuesto
por Dios al hombre, para probar su obediencia; la trasgresión, por persuasión del diablo, bajo especie de serpiente, del mandamiento divino;
la pérdida por nuestros
primeros padres del primitivo estado de inocencia, así como la promesa
del Reparador futuro». Notemos en particular las cuatro verdades puestas en negrita,
que son las que se encuentran directamente implicadas en el tema que tratamos.
3º Que «sólo es lícito apartarse
del sentido propio de
las cosas, palabras
y frases de estos capítulos, cuando las locuciones
mismas aparezcan como usadas impropiamente, o sea, metafórica o
antropomórficamente, y la razón prohíba mantener el sentido propio, o la
necesidad obligue a abandonarlo».
A
partir de esta enseñanza del Magisterio, argumentemos por partes.
1º Ante todo, es dogma de
fe la
unidad del género humano, esto es, que todos los hombres vienen
de Adán y Eva. Este dogma es un presupuesto de otros dos: • la
universalidad del pecado original, que (salvo a la Virgen María, por privilegio
singular) afecta a todos los hombres (por venir todos de Adán); • y la
universalidad de la redención realizada por Cristo. Primer límite impuesto por la doctrina católica a una postura
evolucionista: una sola primera pareja, o lo que es lo mismo en clave evolucionista, la evolución sólo pudo afectar
al primer hombre y a la
primera mujer.
2º Pero no; que también es dogma de fe que la mujer viene del hombre. San Pablo nos lo recuerda: «No procede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre; ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre» (1 Cor. 11 8-9); esto es, también hay que entender literalmente la formación del cuerpo de Eva a partir del cuerpo de Adán; y así Eva no pudo evolucionar a partir de una primate. Segundo límite, pues, que la doctrina cató- lica impone a la doctrina evolucionista, y es que la evolución no vale para la mujer. El único que habría podido evolucionar, según una doctrina evolucionista«católica», sería Adán.
3º El caso es que hay más.
Si leemos con cuidado el decreto de la Pontificia Comisión Bíblica, vemos que,
según la doctrina católica, hay que entender literalmente la peculiar creación
del hombre. Ahora bien, ¿qué es lo peculiar en la
creación de Adán? No ciertamente la producción de su alma, que fue igual que la creación del alma de Eva, o de la
Virgen, o de Cristo: es decir, a partir de la nada. Lo peculiar es precisamente
la manera como Dios formó su cuerpo: esto último es, pues, lo que hay que
entender al pie de la letra según el texto bíblico. Ahora bien, ese texto dice clara y constantemente que el hombre,
por lo que mira a su cuerpo,
fue formado de la tierra, llámesela lodo, barro o polvo: «El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices
aliento de vida, y
resultó el hombre
un ser viviente» (Gen. 2 7);
«con el sudor de tu rostro
comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado;
porque eres polvo, y al polvo tornarás» (Gen. 3 19); «el primer hombre,
salido de la tierra, es terreno; el segundo, que viene del cielo, es celestial»
(1 Cor. 15 47). El mismo nombre
de Adán (del hebreo «Adam», que significa «hecho de tierra»), está indicando el
origen del hombre a partir del limo.
2º El parecer
unánime de los Santos Padres.
El parecer de los
Santos Padres y de los teólogos es unánime en explicar la formación del cuerpo de Adán a partir del limo de la tierra,
si se exceptúa por su
alegorismo a Orígenes, Cayetano y algunos pocos más.
La Iglesia, por su parte,
ha explicado siempre literalmente a los fieles la creación del hombre a partir
del barro de la tierra, y el de la mujer a partir del hombre. En muestra de ello, bástenos
reproducir cómo enseña
el Catecismo mayor de San Pío X la creación de
nuestros primeros padres:
«Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y lo
hizo así: formó el cuerpo de tierra, luego
sopló en su rostro, infundiéndole un alma inmortal. Dios impuso al primer
hombre el nombre de Adán, que
significa formado de tierra, y lo
colocó en un lugar lleno de delicias,
llamado el Paraíso terrenal. Mas Adán estaba
solo. Que- riendo, pues, Dios
asociarle una compañera y consorte, le infundió un profundo sueño y, mientras
dormía, le quitó una costilla de la cual formó a la mujer que presentó a Adán.
Este la recibió con agrado y la llamó Eva, que quiere decir vida, por-
que había de ser madre de todos los vivientes».
3º La analogía de
la fe.
Añádase, finalmente, que la hipótesis de la evolución
es frontalmente contraria
a varios dogmas
de nuestra fe, si se los considera en su coherencia y armonía interna.
Así, la doctrina católica siempre ha afirmado, como dogma de fe, que Dios estableció al primer hombre
en un estado de justicia
original; ahora bien, dicho estado consta de elementos que
no serían explicables según la teoría de la
evolución tal como hoy se la sostiene, y que difícilmente encajarían incluso en
una versión católica de la misma.
La versión evolucionista pura afirma en líneas
generales que el hombre evolucionó paulatinamente de estados inferiores a estados superiores, hasta pasar de primate a hombre.
El primer hombre
habría sido apenas
algo más que un mono, por lo que sería absurdo suponer que estaba
en estado de gracia, inhabitado por la Trinidad,
sin concupiscencia, iluminado
especialmente en su inteligencia, sin estar sujeto ni a la enfermedad ni a la muerte. Tampoco
sería evolutivo suponer
en él un pasaje de lo superior
a lo inferior, es decir, la caída que habría
significado para el género humano
la pérdida de esos dones «preternaturales». En cuanto a la religión,
habría pasado de la admiración de los misterios
de la naturaleza a la adoración de los animales
(totemismo), luego a la de los demonios
(pandemonismo), para terminar
en la de seres ya endiosados (politeísmo), y culminando
en el monoteísmo, ya muy posterior (tiempos
postmosaicos). Resumiendo, la perfección del hombre no se encuentra en sus comienzos, sino que la alcanzará un día como culminación de todo un proceso evolutivo; en términos «cristianos»
se lo podría identificar con el Cristo cósmico de Teilhard de Chardin, esto es, con lo que él mismo llamaba Punto Omega de la Evolución: un día, por fin, el hombre
llegará a ser perfecto e inmortal, consciente de su propia divinidad.
La Iglesia Católica, por su parte, afirma todo lo
contrario: que el hombre fue constituido desde el comienzo en un estado de
perfección natural y sobrenatural: tenía la gracia santificante, la
inmortalidad, la impasibilidad, la integridad y el dominio sobre toda la
creación inferior; y luego, por su pecado, decayó de esa perfección primitiva y
quedó reducido a un estado inferior. El conocimiento perfecto que tenía de Dios
se fue degenerando, y de monoteísmo derivó en politeísmo, y luego en de monismo
y fetichismo. Todos los males que lo afligen hoy en día no los tuvo en un
principio: ni enfermedades, ni muerte,
ni dolor, ni pena en el trabajo;
no necesitaba de
medicamentos, ni de vestido, ni de casa, pues la naturaleza no le era adversa.
Conclusión
Como se ve, la oposición entre
la doctrina evolucionista y la doctrina
católica no puede ser más flagrante, y su conciliación es una obra de prestidigitador, que presenta muchas limitaciones, incongruencias y reparos.
1º Una versión evolucionista verdaderamente «católica» no sólo tendría
que reducir la evolución al pobre Adán (ya que Eva no pudo evolucionar,
ni tampoco pudieron hacerlo los demás hombres, hijos de ambos), sino que además
debería hacerla encajar con una justicia
original que al menos comportase la gracia santificante y la inmortalidad,
ambas definidas como dogmas de fe.
2º Para lo primero tendría
que aceptar una intervención directa de Dios, que trans- formase al primate en hombre (ya
que el hombre no es sólo un mono con alma humana, sino un ser específicamente
distinto, incluso corporalmente), y produjese luego a partir de su carne el
cuerpo de Eva. Para lo segundo tendría que aceptar
una nueva intervención divina, que le confiriese la gracia y juntamente con
ella la inmortalidad.
3º En todo caso, y a fin de cuentas, todo acabaría explicándose por la intervención directa de Dios, y no por la evolución, ya que ni el alma es una forma desarrollada de la materia, ni la mujer una forma desarrollada del hombre, ni la gracia una forma evolucionada de la naturaleza. La evolución «católica» es, en realidad, una respuesta que no responde a nada.
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