R. P. Álvaro Calderón
Ante
el aumento de la delincuencia entre los jóvenes, los jueces tienden a condenar
a los padres, ¿es razonable? Muchas veces sí, pero lo razonable es juzgar siempre
en cada caso quiénes y en qué medida son culpables.
Está la responsabilidad de los padres,
pero también la del joven, la de la escuela, la de la calle; si padres y
escuela hicieron lo posible y el joven se corrompe por lo que encuentra en la
calle, la culpa podría tenerla el presidente.
Pero tampoco se puede acusar rápido,
pues también hay que juzgar —de arriba para abajo— quién cumplió mal su
función, si el presidente o el gobernador, el intendente, la policía o
simplemente el vecino deshonesto. Y si la culpa la tiene el presidente, ¿es
culpable la patria? Puede que sí, puede que no; no lo sería si el gobernante
obró en contra de las leyes y costumbres y del consentimiento general.
Supongamos el caso en que la culpa la
tuvo el joven, pero hubo negligencia del gobernador. ¿Quién puede, entonces,
pedir perdón? Evidentemente, se perdona a los culpables y no a los que no lo
son; y pueden aquellos pedir perdón bajo dos condiciones: mostrar sincero
arrepentimiento y ofrecer la debida reparación, pues son metafísicamente
incapaces de perdón las malas voluntades.
Pero también pueden pedir perdón
—aunque en modo y razón muy diferente— los ofendidos: los padres o el
presidente; y lo hacen con más argumento, porque mucho merece ser oído por la
patria y por Dios el pedido de perdón de aquellos que han sabido perdonar a sus
deudores.
Pero aquí es otra la condición: que
sean completamente inocentes, pues bien pueden pedir perdón los meritorios
padres que hicieron todo lo que pudieron para dar buenos hijos a la patria, pero
no cabe que pida perdón por otros el gobernador negligente cuando tiene su
parte que expiar.
Si tanto nos valió la voz que desde la
Cruz exclamó: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, fue
porque era voz de “un Pontífice como convenía, santo, inocente,
inmaculado, apartado de los pecadores” (Hebreos 7, 26).
¿Puede la Iglesia pedir perdón por los
pecados de sus hijos? Así lo hace cada día desde dos mil años, pero no como
ofensora sino como ofendida, no como dolosa sino como dolida, no como culpable
sino como inocente y santa Madre. La Iglesia es santa y nunca se puede, en
rigor de justicia, atribuirle culpa en los pecados de sus hijos. “La
Iglesia verdadera es SANTA —dice el Catecismo de San Pío X— porque
santa es su cabeza invisible, que es Jesucristo, santos muchos de sus miembros,
santas su Fe, su Ley, sus Sacramentos y, fuera de ella, no hay ni puede haber
verdadera santidad”.
Nunca pudo nadie acusar a Cristo del
menor pecado; dos mil años de historia han mostrado la santidad de la doctrina
y de las leyes en que fundó su Iglesia; multitudes de santos manifiestan que
los impulsos de gracia que comunican los Sacramentos llevan a la más perfecta
vida. Si un rey cristiano o un Papa cometió pecados, salta a la vista de un
juez honrado que lo hizo en contra de los mandatos, ejemplos e influencias de
la santa Institución a la que pertenecen. Y nunca podrá acusarse a su Cabeza de
negligencia en el gobierno, pues para cada enfermedad de herejías o pecados que
haya podido invadir la Iglesia, Nuestro Señor ha sabido despertar los
anticuerpos necesarios.
Pretender que la Iglesia pida perdón al
mundo como haciéndose cargo de la culpa de sus hijos, es cometer la más
aberrante de las injusticias; es desconocer la santidad de la Iglesia y
blasfemar contra la santidad de Dios, que en persona del Verbo es su cabeza y
en el Espíritu Santo su corazón.
De allí que el acto por el que el Papa
anterior, en pretendido nombre de la Iglesia, pidió público perdón como de
propias culpas, queda como el mayor ultraje jamás recibido por nuestra Santa
Madre, que clama al Cielo reparación. ¿Lo impulsó el rencor de los hijos
liberales, castigados mil veces por su buena Madre? O quizás la intención de
evitar que la Iglesia sea crucificada, prefiriendo entonces —como Pilatos— ofrecerla
al mundo humillada por una autoflagelación: Ecce Mulier.
Pero también está la grosera
materialidad del pensamiento moderno que, intoxicada de nominalismo, vomita las
distinciones y formalidades de los escolásticos; y atribuye o niega, según
convenga, lo de la parte al todo y lo del todo a la parte.
Si la parte peca, el todo debe hacerse
cargo; y así tenemos la Iglesia o la sociedad culpable de todo lo que hicieron
sus miembros criminales; pero no hay que asustarse tanto de cargar con estas
responsabilidades, porque ahora se puede pedir perdón sin arrepentimiento ni
reparación.
No deja de ser lógico, porque si de
todo son culpables todos, al fin la culpa no la tiene nadie o… si bien se
piensa… la culpa la tiene Dios.