terça-feira, 20 de junho de 2017
sábado, 10 de junho de 2017
En defensa de la Misa Tradicional (II) – Lutero contra la Misa católica
Llegamos hasta el año 1521 donde
encontramos a uno de los herejes que más atacaron a la Misa y al Papado: el
monje alemán Martín Lutero. El Padre Congar (uno de los ideólogos del Concilio
Vaticano II) ha dicho de él: “Lutero es uno de los más grandes genios
religiosos de toda la historia, yo lo coloco en el mismo plano que San Agustín
y Santo Tomás de Aquino o Pascal: En cierta manera es, incluso, más grande”.
Esta triste confesión nos demuestra que, si Lutero es tan querido por los
hombres del Concilio Vaticano II y la nueva misa, hay algo que anda mal en la
Teología de este siglo.
Lutero, evidentemente, no fue ni un
santo, ni un genio religioso. Era el hereje que odiaba al Papa y a la Iglesia,
y que decía: “la misa católica es la mayor y más horrible de las abominaciones
papistas, la cola del dragón del apocalipsis” Todo el odio de Lutero contra la
misa católica tradicional se puede resumir en un solo concepto: la Misa se
oponía a su concepción de la religión. En la Misa tradicional, el centro es
Dios. Por lo tanto, antes que nada, él culto es un homenaje rendido a Dios, y
el Sacrificio es el acto por excelencia de este homenaje. Para Lutero, por el
contrario, el centro de la religión ya no era Dios, sino el hombre; la
finalidad de la religión para él era esclarecer al hombre y -más aún-
consolarlo. Y sí esto fuera así, ¿para qué serviría una inmolación hecha a Dios
para reconocer su soberano dominio sobre las creaturas? Por esta razón es que
Lutero deseaba la abolición del ofertorio. Después del Concilio Vaticano II, en
la nueva misa, el ofertorio ha sido suprimido: se ha sustituido el ofertorio
tradicional -que tan admirablemente expresaba la noción de sacrificio y de
propiciación- y en su lugar se han puesto unas plegarias israelitas extraídas
de la Kábala de los judíos, que se limitan a un mero intercambio dé dones entre
Dios y el hombre, borrando el sentido de la oblación. Estas plegarias se usan,
hoy en día, en las comunidades judías para bendecir los alimentos.
Lutero explicaba esto: “La misa es
ofrecida por Dios al hombre y no por el hombre a Dios; ella es la liturgia de
la palabra, una comunión y una participación (…) este abominable canon que hace
de la misa un Sacrificio. La acción de un sacrificador. Lo miramos como
sacramento o como testamento. Llamémosle bendición, Eucaristía, mesa del Señor,
Cena del Señor, o Memorial del Señor”.
Quien reflexione sobre lo que decía
el hereje Lutero, se dará cuenta que no tiene nada que ver con la teología
católica, con lo que la Iglesia siempre creyó y defendió. Llegó al extremo de
decir exactamente lo contrario de lo que es la Misa: que en vez de ofrecerla
los hombres a Dios, como el acto de culto y religión por excelencia, pretendía
que es Dios quien se la ofrece a los hombres. ¡Invertía todo! Lo más trágico es
que los sacerdotes de la Iglesia Católica, haciendo caso al Concilio, hoy nos
hablan de mesa del Señor, Cena del Señor, etc…, y ¡no rezan el ofertorio como
lo quería Lutero!
De hecho, lo que hizo Lutero fue
adaptar la Santa Misa católica tradicional a su pensamiento, y para eso
trastocó los textos esenciales del Canon y los mantuvo como simples
recitaciones de la institución de la Cena. En un momento dado, agregó en la
Consagración del pan las palabras “quod pro vobis tradetur” (“que será
entregado por vosotros”), y en la consagración del vino suprimió las palabras
“Misterium fidei” (“misterio de fe”) y quitó las palabras de Nuestro Señor “pro
multis” (“por muchos”). ¡Esto es muy grave! ¡Cambió nada menos que las palabras
de Jesucristo! Lutero -además- sustituyó el latín por la lengua de cada país;
hizo cambiar el altar, poniendo en su lugar una mesa, mirando al pueblo;
permitió distribuir la comunión en la mano; autorizó a que la comunión fuese
distribuida por laicos; reemplazó la confesión privada y personal por
absoluciones colectivas y dispuso que el nombre de Misa fuese sustituido por el
de Eucaristía y Cena.
Preguntémonos una vez más: ¿la nueva misa que nació en 1969 no es
demasiado parecida a la que había fabricado él hereje Lutero?
sexta-feira, 9 de junho de 2017
En defensa de la Misa Tradicional (primera parte)
San
Miguel Arcángel
Muchos que lean esta publicación se
preguntaran “¿y qué es la Misa tradicional?”
Hay que reconocer que las nuevas
generaciones de católicos nacidos durante o después de la década del 60 (década
en la cual se reunió el Concilio Vaticano II) no han asistido nunca a una Santa
Misa en su rito tradicional. Es más, incluso desconocen que la misa que se reza
habitualmente en la mayoría de las iglesias no es la misma a la que asistieron
cuando aún eran niños- sus padres, sus antepasados… y toda la Cristiandad,
durante casi 20 siglos.
Este desconocimiento de por sí es
perjudicial. Pero es mucho más doloroso todavía que aquellas personas que, por
su edad, llegaron a conocer el rito tradicional de la Misa, hoy crean que lo
único que ha cambiado en la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana es el
idioma en que la Misa se rezaba, pasando del latín al español.
No es así. La Misa de siempre,
aquella que la Iglesia Católica Apostólica Romana rezó hasta 1969 no tiene nada
que ver con la misa nueva, inventada en la década del 60, que hoy se dice, ya
no sobre altares, sino sobre mesas.
Esto de pensar que la Misa
tradicional, a la que se da también el nombre de Misa de siempre, es lo mismo
que la misa nueva, es un error tan difundido que hasta hay un gran número de
sacerdotes de buena fe, que cumplen con sus obligaciones y son piadosos, que
realmente lo creen. Veamos un poco la historia de la Misa tradicional para
darnos cuenta de las grandes diferencias que hay entre la Misa de siempre y la
nueva.
ORIGEN Y DESARROLLO DE LA MISA
TRADICIONAL.
Durante los siglos I y II, las
palabras con las que Nuestro Señor Jesucristo consagró el pan y el vino en la
Ultima Cena antes de su Pasión y su Muerte en la Cruz, fueron rodeadas por una
liturgia todavía inicia y que fue —poco a poco—extendiéndose por el Oriente y
por el Occidente. Esto lo sabemos por numerosas observaciones y escritos de la
época, de San Clemente, San Ignacio, San Justino y Santa Irene. Ya en el siglo
IV el rito romano de la Misa estaba plenamente cristalizado: era durante el
Pontificado del Papa San Dámaso (años 366-384).
Si bien todas las partes de la Misa
se encontraban ya en siglo II, en el siglo IV apareció una herejía consistente
en querer “simplificar” la Misa, volviendo exageradamente a formas primitivas.
Este tipo de herejía, llamada “arcaísmo o arqueologismo”, Se repitió varias
veces más en la historia de la Iglesia, y fue condenada, por última vez, en
nuestro siglo, por S.S. el Papa Pío XII en su encíclica Mediator Dei.
También en el siglo IV, una secta de
herejes llamados “arríanos” negaron la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo
comulgando con la mano. Como otros grupos de herejes, los arríanos ponían de
manifiesto un evidente deseo de cambiar la fe modificando la liturgia. Esto es
muy grave, ya que si se modifica la oración, también se modifica la creencia.
Siguiendo con la historia, vemos que
hasta el Papado de San Gregorio Magno (590-604) no existió un Misal oficial que
contuviera los textos propios de cada Misa del año. San Gregorio se ocupó de
que fuera redactado un Liber Sacramentorum, esto es, un libro con la liturgia
pontifical: puede decirse que en este Misal ya casi se contenía la misma Misa
tradicional, tal y como ha llegado hasta nuestros días, pues sólo unas pocas
modificaciones más fueron hechas por el Papa San Pío V, quien se encargó de
codificar en forma definitiva el Misal Romano, tras el Concilio reunido en la
ciudad italiana de Trento.
Por lo tanto, puede asegurarse que la
Misa tradicional, o Misa de siempre, que también se llama Misa de San Pío V
(por haber sido codificada por este Papa) o Misa tridentina (ya que fue
codificada luego del Concilio de Trento) no es otra que la Misa de rito romano
tal cual la encontramos en sus partes más importantes durante el siglo IV, y
que fue impresa por primera vez en un Misal por San Gregorio Magno. También hay
que decir qué las oraciones del ofertorio —que podrían datar de los siglos VII
y VIII—, no fueron adoptadas por Roma sino hasta el siglo XI. Sin embargo, el
Canon de la Misa que es donde podemos encontrar las palabras de la
consagración, aparte de algunos retoques hechos por San Gregorio Magno, alcanzó
con el Papa San Gelasio I (492-496) la forma que ha conservado hasta hoy. La
única cosa sobre la cual los Papas han insistido siempre desde el siglo V ha
sido la importancia de adoptar el Canon de la Misa de rito romano, ya que se
remonta nada menos que al mismo Apóstol San Redro, el primer Papa de la
historia de la Iglesia Católica, elegido por Nuestro Señor Jesucristo en
persona.
En lo que concierne a las otras
partes de la Misa, como por ejemplo los propios, se respetó el uso de las
iglesias locales.
Desde este momento, la Misa
tradicional atravesó la Edad Media sin sufrir cambios importantes, excepto el
agregado de algunas oraciones al ofertorio y pequeñísimas variaciones de
detalles, sin duda en relación con los usos locales antiguos de las diferentes
iglesias. Así las cosas, con la llegada de una nueva época histórica, llamada
el Renacimiento, surgió un movimiento denominado naturalismo, que atacó las
bases sobrenaturales de nuestra religión católica, y se cometieron algunos
errores. Fue durante ese tiempo que un Papa, Clemente VII (que reinó entre los
años 1523 y 1534), por querer hacer entrar a la Iglesia en un proceso de
adaptación al mundo, aceptó nuevas oraciones donde se invocaban “dioses”
mitológicos tales como Baco y Venus. La historia nos demuestra así que hasta un
Papa puede equivocarse en el tema de la Santa Misa. Y no por eso deja de ser el
Papa.
Decíamos recién que el Papa Clemente
VII quería adaptar la Iglesia al mundo. Pues bien: la idea de los obispos del
Concilio Vaticano II ha sido la misma que animaba a aquel Papa equivocado, que
terminó por aceptar oraciones a falsos dioses. (…)
quinta-feira, 8 de junho de 2017
sexta-feira, 2 de junho de 2017
"La santidad de la Iglesia", por el E. P. Álvaro Calderón
R. P. Álvaro Calderón
Ante
el aumento de la delincuencia entre los jóvenes, los jueces tienden a condenar
a los padres, ¿es razonable? Muchas veces sí, pero lo razonable es juzgar siempre
en cada caso quiénes y en qué medida son culpables.
Está la responsabilidad de los padres,
pero también la del joven, la de la escuela, la de la calle; si padres y
escuela hicieron lo posible y el joven se corrompe por lo que encuentra en la
calle, la culpa podría tenerla el presidente.
Pero tampoco se puede acusar rápido,
pues también hay que juzgar —de arriba para abajo— quién cumplió mal su
función, si el presidente o el gobernador, el intendente, la policía o
simplemente el vecino deshonesto. Y si la culpa la tiene el presidente, ¿es
culpable la patria? Puede que sí, puede que no; no lo sería si el gobernante
obró en contra de las leyes y costumbres y del consentimiento general.
Supongamos el caso en que la culpa la
tuvo el joven, pero hubo negligencia del gobernador. ¿Quién puede, entonces,
pedir perdón? Evidentemente, se perdona a los culpables y no a los que no lo
son; y pueden aquellos pedir perdón bajo dos condiciones: mostrar sincero
arrepentimiento y ofrecer la debida reparación, pues son metafísicamente
incapaces de perdón las malas voluntades.
Pero también pueden pedir perdón
—aunque en modo y razón muy diferente— los ofendidos: los padres o el
presidente; y lo hacen con más argumento, porque mucho merece ser oído por la
patria y por Dios el pedido de perdón de aquellos que han sabido perdonar a sus
deudores.
Pero aquí es otra la condición: que
sean completamente inocentes, pues bien pueden pedir perdón los meritorios
padres que hicieron todo lo que pudieron para dar buenos hijos a la patria, pero
no cabe que pida perdón por otros el gobernador negligente cuando tiene su
parte que expiar.
Si tanto nos valió la voz que desde la
Cruz exclamó: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, fue
porque era voz de “un Pontífice como convenía, santo, inocente,
inmaculado, apartado de los pecadores” (Hebreos 7, 26).
¿Puede la Iglesia pedir perdón por los
pecados de sus hijos? Así lo hace cada día desde dos mil años, pero no como
ofensora sino como ofendida, no como dolosa sino como dolida, no como culpable
sino como inocente y santa Madre. La Iglesia es santa y nunca se puede, en
rigor de justicia, atribuirle culpa en los pecados de sus hijos. “La
Iglesia verdadera es SANTA —dice el Catecismo de San Pío X— porque
santa es su cabeza invisible, que es Jesucristo, santos muchos de sus miembros,
santas su Fe, su Ley, sus Sacramentos y, fuera de ella, no hay ni puede haber
verdadera santidad”.
Nunca pudo nadie acusar a Cristo del
menor pecado; dos mil años de historia han mostrado la santidad de la doctrina
y de las leyes en que fundó su Iglesia; multitudes de santos manifiestan que
los impulsos de gracia que comunican los Sacramentos llevan a la más perfecta
vida. Si un rey cristiano o un Papa cometió pecados, salta a la vista de un
juez honrado que lo hizo en contra de los mandatos, ejemplos e influencias de
la santa Institución a la que pertenecen. Y nunca podrá acusarse a su Cabeza de
negligencia en el gobierno, pues para cada enfermedad de herejías o pecados que
haya podido invadir la Iglesia, Nuestro Señor ha sabido despertar los
anticuerpos necesarios.
Pretender que la Iglesia pida perdón al
mundo como haciéndose cargo de la culpa de sus hijos, es cometer la más
aberrante de las injusticias; es desconocer la santidad de la Iglesia y
blasfemar contra la santidad de Dios, que en persona del Verbo es su cabeza y
en el Espíritu Santo su corazón.
De allí que el acto por el que el Papa
anterior, en pretendido nombre de la Iglesia, pidió público perdón como de
propias culpas, queda como el mayor ultraje jamás recibido por nuestra Santa
Madre, que clama al Cielo reparación. ¿Lo impulsó el rencor de los hijos
liberales, castigados mil veces por su buena Madre? O quizás la intención de
evitar que la Iglesia sea crucificada, prefiriendo entonces —como Pilatos— ofrecerla
al mundo humillada por una autoflagelación: Ecce Mulier.
Pero también está la grosera
materialidad del pensamiento moderno que, intoxicada de nominalismo, vomita las
distinciones y formalidades de los escolásticos; y atribuye o niega, según
convenga, lo de la parte al todo y lo del todo a la parte.
Si la parte peca, el todo debe hacerse
cargo; y así tenemos la Iglesia o la sociedad culpable de todo lo que hicieron
sus miembros criminales; pero no hay que asustarse tanto de cargar con estas
responsabilidades, porque ahora se puede pedir perdón sin arrepentimiento ni
reparación.
No deja de ser lógico, porque si de
todo son culpables todos, al fin la culpa no la tiene nadie o… si bien se
piensa… la culpa la tiene Dios.
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