Editorial de Le Sel de la Terre nº 99, invierno 2016-2017
(Traducción por F.I. Aqui)
Puede parecer que el protestantismo sea cosa del pasado. ¿Vale la pena
entonces que se insista sobre él en tiempos en que ideologías mucho más
avanzadas devastan el mundo contemporáneo? En realidad, esta insistencia
proviene de los papas. Durante más de un siglo ellos repitieron sin pausa que
la Revolución es hija del protestantismo. Monseñor Delassus se hizo eco de ello
al designar a la pseudo-Reforma como una etapa capital de la conjuración
anticristiana[1]. Y el simple
buen sentido comprueba con facilidad que el protestantismo fue quien expandió
por todo el mundo cristiano el virus del liberalismo, que es el corazón de la
Revolución.
El juicio de los papas
Desde 1793, luego del asesinato del rey Luis XVI, Pío VI afirmó que la
Revolución que hacía estragos en Francia tenía su origen en el calvinismo. Él
no dudó en hablar de conjura, de conspiración y
de complot:
hacía tiempo ya que los calvinistas habían comenzado a conjurar en
Francia para la ruina de la religión católica. Pero para alcanzar el término
había que preparar los espíritus [...] Es en vista de esto que se vincularon
con los filósofos perversos. La Asamblea General del clero de Francia de 1745
había descubierto y denunciado los abominables complots de
todos estos artesanos de impiedad. Y Nosotros mismos, desde el comienzo de
Nuestro pontificado[...] anunciamos el peligro inminente que amenazaba a Europa
[...] Si se hubieran escuchado Nuestras descripciones y Nuestros
consejos, no tendríamos que lamentar ahora el progreso de esta
vasta conspiración tramada contra los reyes y contra los imperios[2].
León XIII, en su encíclica Diuturnum sobre el origen del
poder civil, hace remontar al protestantismo los errores políticos de las
sociedades modernas, señaladamente la soberanía del pueblo y la falsa noción de
libertad:
De aquella herejía nacieron en el siglo pasado una filosofía falsa, el
llamado derecho nuevo, la soberanía popular y una descontrolada licencia que
muchos consideran como la única libertad. De aquí se ha llegado a esos errores recientes que se llaman
comunismo, socialismo y nihilismo, peste vergonzosa y amenaza de muerte para la
sociedad civil[3].
León XIII insiste y precisa en su encíclica Immortale Dei que
el protestantismo está en el origen de las libertades modernas y de aquello que
los papas llaman el «derecho nuevo», aquel de la sociedad moderna que destrona
a Cristo Rey:
Sin embargo, el pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en
el siglo XVI, después de turbar primeramente a la religión cristiana, vino a
trastornar como consecuencia obligada a la filosofía, y de ésta pasó a alterar
todos los órdenes de la sociedad civil. A esta fuente hay que remontar
el origen de los principios modernos de una libertad desenfrenada, inventados
en la gran revolución del siglo pasado y propuestos como base y fundamento de
un derecho nuevo, desconocido hasta entonces y contrario en muchas de sus tesis
no solamente al derecho cristiano, sino incluso también al derecho natural[4].
Monseñor Lefebvre sacaba esta conclusión:
Ved entonces cómo todo resulta lógico, cómo los papas han
previsto todas estas cosas, lo han dicho con firmeza desde Pío VI en
el tiempo de la Revolución hasta León XIII a fines del siglo pasado [...] Si
tomáis todas las declaraciones de san Pío X en el momento del Sillon, veréis
que tratan de lo mismo, siempre de lo mismo: ellos condenaron, condenaron,
condenaron. Entonces nosotros debemos impregnarnos de esta doctrina
para comprender también nosotros la nocividad de estos principios en
los cuales, como sabéis, estamos como inmersos. Inmersos, infestados, desde el
momento en que todas nuestra instituciones están infestadas de este
espíritu de libertad: la libertad religiosa, la libertad de
conciencia, la libertad del pensamiento, la libertad de prensa, la libertad de
enseñanza[5].
El testimonio de monseñor Delassus
En su libro magistral La conjura anticristiana, monseñor
Delassus resume las tres etapas de esta conjura según la fórmula de las tres
«R»: bajo la influencia de la Cábala se recae en el naturalismo pagano en las
artes (Renacimiento); luego, en la religión (Reforma); finalmente, en la
política (Revolución).
La pretendida Reforma ha jugado el papel de una etapa en este proceso,
pero de una etapa indispensable, como lo subraya Jacques Maritain, el Maritain
de 1925 -vale decir, antes de su cambio de actitud luego de la condena de la
Acción Francesa:
La revolución luterana, por el mismo motivo por el que pertenece a la
religión, a todo a aquello que domina la actividad del hombre, debía cambiar de
la manera más profunda la actitud del alma humana y del pensamiento
especulativo de cara a la realidad. La Reforma ha desencadenado el yo humano en
el orden espiritual y religioso, del mismo modo que el Renacimiento ha
desencadenado el yo humano en el orden de las actividades naturales y sensibles[6].
Al comienzo del capítulo sobre «la Reforma, hija del Renacimiento»,
monseñor Delassus cita a Paulin Paris, un erudito ocupado en la Edad Media:
La Edad Media no era tan diferente a los tiempos modernos como se cree: las
leyes eran diferentes, así como los usos y las costumbres, pero las
pasiones humanas eran las mismas. Si uno de nosotros fuera
transportado a la Edad Media, vería en torno de sí labriegos, soldados,
sacerdotes, financieros, desigualdades sociales, ambiciones, traiciones. Lo
que cambió es el fin al cual estaba dirigida la actividad humana[7].
Monseñor Delassus comenta:
No se podría decir mejor. Los hombres de la Edad Media eran de la misma
naturaleza que nosotros, naturaleza inferior a la de los ángeles y, para más
abundar, naturaleza caída. Tenían nuestras mismas pasiones y se dejaban llevar
por ellas, a menudo a excesos los más violentos. Pero el fin era la
vida eterna: los usos, las leyes y las costumbres estaban
inspirados por ese fin; las instituciones religiosas y civiles dirigían a los
hombres hacia su fin último, y la actividad humana estaba dirigida, en primer
lugar, al perfeccionamiento del hombre interior.
En nuestros días –y aquí está el fruto del Renacimiento, la
Reforma y la Revolución– el punto de vista cambió, el fin ya
no es el mismo; lo que se quiere, lo que se busca, no por los
individuos aislados sino por el impulso dado a toda la actividad social, es
la mejora de las condiciones de la vida presente para alcanzar un mayor y más
universal disfrute de la vida. Lo que hoy cuenta como «progreso» no es
más aquello que contribuye a una mayor perfección moral del hombre, sino
lo que aumente su dominio sobre la materia y la naturaleza, con el fin de
ponerlas más completa y dócilmente al servicio del bienestar temporal.
La reforma de Lutero es protesta contra la civilización cristiana,
protesta contra la Iglesia que la había fundado, protesta contra Dios de quien
ésta dimanaba. El protestantismo de Lutero es el eco sobre la tierra del Non
serviam de Lucifer. Éste proclama la libertad, la de los
rebeldes, la de Satanás: el liberalismo [...] Todo
lo que la Reforma había recibido del Renacimiento y que ella debía transmitir a
la Revolución está en esta palabra: protestantismo[8].
Éste es, pues, un hecho constatado tanto por los papas como por los
observadores del movimiento revolucionario: el protestantismo preparó la
Revolución. Falta aún explicar la causa profunda.
El protestantismo es el padre del liberalismo
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La razón es, en el fondo, muy simple: el luteranismo difunde el
liberalismo, vale decir, el corazón de la Revolución.
Lutero sufrió una doble influencia: el nominalismo y el agustinismo, los
cuales, unidos al orgullo de Lutero, lo llevaron a constituirse en el padre del
liberalismo.
El nominalismo es una deformación de la filosofía que
tuvo comienzo poco después de santo Tomás de Aquino, señaladamente bajo la
influencia de Guillermo de Occam (1281-1347). No existe una naturaleza
universal, sino simplemente individuos. Si hablamos de naturaleza
humana, es un simple nombre que no corresponde a realidad alguna. No existen
sino individuos humanos.
Por consiguiente, no existe una ley natural. La única
ley es la voluntad superior. Una voluntad arbitraria, ya que para Occam Dios es
dueño de darnos los mandamientos que Él quiere: extremando el argumento,
¡podría darnos el mandato de odiar![9]
Tal concepción de la ley la desvaloriza y, finalmente, la vuelve
despreciable. Para Lutero ésta deviene incluso insoportable.
Después de que Lutero se determinó a negar obediencia al Papa y a romper
con la comunión de la Iglesia, su yo, a pesar de las angustias internas que
aumentaron progresivamente hasta su muerte, estará desde entonces por encima de
todo. Toda regla «exterior», toda «heteronomía», como dirá Kant, se convierte
desde aquel momento en una ofensa intolerable para su «libertad cristiana». «No
admito, escribe en junio de 1522, que mi doctrina pueda ser juzgada por nadie,
ni siquiera por los ángeles. Quien no reciba mi doctrina no puede llegar a
salvarse». «El yo de Lutero, escribía Moehler, era según él el centro en torno
al cual debía gravitar la humanidad entera; se convirtió a sí mismo en el
hombre universal en quien todos debían encontrar su modelo. En resumidas
cuentas, se colocó en lugar de Jesucristo»[10].
Pero Lutero sufrió también la influencia del agustinismo. Él era monje
agustino. La universidad de Wittemberg tiene por patrono a san Agustín. San
Agustín es un converso que tuvo sus problemas para vencer sus pasiones. Esta es
la razón por la que siempre tuvo la tendencia a describir con vigor las
consecuencias del pecado original. Esta tendencia pesimista se va a acentuar en
algunos de sus discípulos. Lutero exagerará aún más este pesimismo hasta
pretender que no podemos evitar el ceder a nuestras pasiones. No tenemos más
libertad; el libre arbitrio se transforma en siervo
arbitrio. «El libre arbitrio ha muerto», «la concupiscencia es
invencible», en el sentido de que ésta resulta siempre victoriosa.
¿Cómo salir de este pesimismo? Es en esta instancia que se pone el
«evento de la Torre». Lutero recibió la revelación en la letrina del convento.
«El Espíritu Santo me dio esta intuición en esta letrina»[11]. La solución es la «fe que justifica».
Nuestras obras son malas, ellas no tienen ningún mérito ante Dios, ellas
más bien nos enorgullecen y así nos alejan de Dios. Pero Dios nos imputará la
justicia de Jesucristo, y es por la «fe» que esta justicia nos será imputada:
Por encima de nuestra corrupción, Dios puede extender una capa, quiero
decir los méritos de Jesucristo. Ésta será una justificación toda exterior, un
revestimiento de mármol sobre la madera podrida de una cabaña. En el trabajo
por alcanzar nuestra salvación está activo Jesucristo, y sólo Jesucristo;
nosotros no tenemos que ser más que nosotros mismos. Querer cooperar con
nuestras obras con aquello que está sobreabundantemente cumplido equivale a
injuriarlo. ¿Y cómo obtendrá el hombre esta capa de parte de Dios, quiero decir
esta atribución exterior de los méritos de Jesucristo? Por la fe o, para hablar
con más exactitud, por la confianza en Dios y en Jesucristo.
El hombre continuará produciendo frutos de muerte, pero por la confianza que
estará en su corazón, merecerá que Dios le atribuya los méritos de Jesucristo.
En definitiva: cuando sienta en sí mismo esta confianza, entonces tendrá la certeza de
su salvación[12].
Lo mismo que nuestras buenas obras no sirven de nada para alcanzar
nuestra justificación, así nuestras malas obras no la impiden. Justificación y
pecado pueden coexistir en nosotros. No sirve de nada obrar el bien; el pecado
no impide la salvación. En consecuencia, la ley moral resulta inútil y es
abrogada.
Ella ha sido abrogada del todo y sin reservas, de manera que ya no podrá
más ni acusar ni atormentar al fiel; doctrina de la mayor importancia que debe
proclamarse desde los tejados, «ya que ella lleva el consuelo a las
conciencias, sobre todo a aquellas oprimidas por el temor. Lo he dicho a menudo
y lo repito una vez más, porque nunca será repetido a suficiencia: el cristiano
que alcanza por la fe el beneficio de Jesucristo se encuentra absolutamente por
encima de toda ley, está eximido de toda obligación relativa a la ley...».
Cuando San Pablo dice que por medio de Jesucristo somos libres de la
maldición de la ley, evidentemente él entiende de toda ley, y ante todo de la
ley moral, ya que es ésta sola (y no las otras dos categorías, la judiciaria y
la ceremonial) la que acusa, maldice y condena a la conciencia. Decimos
entonces que, allí donde Cristo reina por su gracia, el Decálogo no tiene ya el
derecho de acusar y atormentar a la conciencia»[13].
De esta manera, entonces, el nominalismo de Lutero impulsó a éste a no
reconocer la ley natural, y su teoría de la justificación por la fe lo impele a
suprimir toda obligación de la ley moral. Así, a pesar de su pesimismo acerca
de la libertad psíquica del hombre, Lutero instala el principio del
liberalismo: cada cual hace lo que quiere.
Una Iglesia queriendo encuadrarlo, estrecharlo con coerciones
intelectuales y legales, una regla moral que quiere dirigir, atar su voluntad:
todo esto lo restringe, lo limita en sus actos. Todo esto es inútil y odioso.
He aquí la gran novedad, el gran descubrimiento que llevaba a Lutero al
colmo de la alegría. Para celebrar este descubrimiento, él tiene páginas de un
extraño lirismo. En lo sucesivo, él habrá acabado con el yugo de la ley y los
tormentos de la conciencia. He aquí el Evangelio, es decir, la Buena Nueva que
él venía a anunciar en nombre de Dios. Por espacio de siglos esta verdad había
quedado escondida; la pobre humanidad había sido doblegada por la Iglesia
romana bajo el yugo inútil y pesado de la penitencia, con la obligación de
tender a la perfección a través de las obras personales. Lutero, por el
contrario, venía a aprender a esconderse bajo el ala de Jesucristo, a elevarse
-por la confianza, por el sentimiento, merced a un dulce ensueño- hasta el pie
del trono de Dios.
Así es como resulta afirmada la independencia del nuevo profeta para con
toda moral: al modo como un niño desnudo entregado a sus alegres retozos sobre
una muelle alfombra despliega cándidamente todo su impudor[14].
Fátima para salvarnos de Lutero
Es fuerza constatar que el espíritu del protestantismo ha
penetrado por todos lados en nuestra sociedad posmoderna. El liberalismo ha
entrado incluso a la Iglesia, y la Revolución conciliar, comenzada en 1962, se
desarrolla sin vergüenza ante nuestros ojos, haciendo tabla rasa de los principios
más elementales de la moral. El mismo papa ha ido a Suecia para dar inicio
oficialmente, junto con los luteranos, a un «año de Lutero».
Más bien que el «año de Lutero», nosotros sugerimos festejar otro
centenario: aquel de Fátima, donde la santa Virgen se apareció seis veces en
1917.
La santa Virgen es el «anti-Lutero», si vale expresarnos así. El monje
pretendió que era imposible obedecer a Dios, que la ley
de Dios estaba por encima de nuestras fuerzas y que, hagamos lo que hagamos, no
podemos salir del pecado La santa Virgen, en cambio, obedeció a
Dios; fiat: ésta es su divisa. Ella nos dice que
obedezcamos a Nuestro Señor: «haced todo lo que Él os diga» (Jn 2, 5). En
Fátima, la santa Virgen mostró que se puede salir del pecado desde
el mismo momento en que exhortó a las almas a convertirse y a cambiar de vida:
- Tendría muchas cosas para pediros, dijo Lucía: curar algunos enfermos
y convertir pecadores, etc. - Algunos sí, respondió Nuestra Señora, otros no.
Deben corregirse y pedir perdón por sus pecados.Y tomando un aire más triste:
que no ofendan más a Dios, Nuestro Señor, que ya está bastante ofendido.
Fátima recuerda la necesidad de rezarle a la santa Virgen: el
de notar que el rosario es mencionado en cada aparición; y la mediación
de María es implícitamente recordada en el hecho de que la conversión
de Rusia está ligada a la consagración al Corazón Inmaculado de María.
Todo esto está en los antípodas de la doctrina de Lutero, según la cual no
es necesario rezarle a la santa Virgen, bajo pretexto de que no
hay sino un mediador entre Dios y los hombres. Lo que
implica olvidar que Jesús, el nuevo Adán, ha querido tener a su lado a una
nueva Eva, María, a la que constituyó medianera de todas sus gracias. Por esto
mismo, no rezarle supone dejar de honrar a Jesús y a su Madre.
No se puede menos que temblar al constatar que el papa Francisco instaló
la estatua de Lutero en el Vaticano el pasado 13 de octubre, día en que se
conmemora el gran milagro del sol. ¿No es esto, objetivamente hablando, una
afrenta a la Madre de Dios?
Dios reclamó la práctica de los cinco primeros sábados de mes para
reparar las cinco principales ofensas contra el Inmaculado Corazón. Entre estas
ofensas se encuentran «las blasfemias de aquellos que se rehúsan a reconocerla
como Madre de los hombres» y «las blasfemias de aquellos que buscan
públicamente instalar en el corazón de los niños la indiferencia, el desprecio
o incluso el odio respecto a esta Madre Inmaculada». Ahora bien, ¿no es esto
aquello a lo que conduce la doctrina de Lutero y los protestantes?[15]
Felizmente, la Virgen María cuenta a menudo con «represalias» de madre,
principalmente convertir a aquellos que la han ofendido, más bien que castigarlos.
Así, durante la «vuelta al mundo», aquel viaje triunfal de la estatua de Fátima
a través del mundo entero a partir de 1947, se han visto muy numerosas
conversiones de protestantes.
Tratemos de replicar al año de Lutero con un año de Fátima, en el curso
del cual recitaremos mejor nuestro rosario meditando los misterios,
practicaremos la devoción de los cinco primeros sábados del mes y, sobre todo,
aumentaremos nuestra devoción al Corazón Inmaculado de María pidiéndole
especialmente el retorno de las autoridades conciliares a la Tradición y la
conversión de los protestantes.
[1] DELASSUS
Mgr Henri, La Conjuration antichrétienne – Le Temple maçonnique voulant
s’élever sur les ruines de l’Église catholique,Lille, 1910.
[2] PÍO VI, Alocución
al consistorio, 17 de junio de 1793.
[3] LEÓN XIII,
Diuturnum illud, 29 de junio de 1881.
[4] LEÓN
XIII, Immortale Dei, sobre la constitución cristiana de los Estados, 1
de noviembre de 1885.
[5] Conferencia
de monseñor Lefebvre, diciembre de 1973.
[6] Jacques MARITAIN, Trois Réformateurs,Plon-Nourrit,
1925, pp. 19-20
[8] Mgr Henri DELASSUS, La Conjuration antichrétienne, pp. 42-45.
[9] Guillaume D’OCCAM, Commentaire sur les Sentences,II, q.15 et IV,
q. 16 (Opera philosophica et theologica, t. 5, Saint-Bonaventure [N.Y.], 1981,
p. 342 et 352, et t. 7, Saint-Bonaventure [N.Y.], 1984, p. 352).
[10] Jacques MARITAIN, Trois Réformateurs, p. 20.
[11] Propos
de table de Luther, citados en DTC « Luther », col 1207. Este artículo de
DTC es del canónigo Jules PAQUIER (1864-1932), quien fuera el traductor de la
obra maestra del padre DENIFLE, Luther et le luthéranisme.
[12] DTC « Luther », col 1229.
[13] DTC « Luther », col 1242.
[14] DTC «
Luther », col 1246-47.
[15] Ver
Philippe LEGRAND, Merveilles opérées par le Cœur Immaculé de Marie,
éditions du Sel, 2006.