EL PROTESTANTISMO COMPARADO CON EL CATOLICISMO
EN SUS RELACIONES CON LA CIVILIZACION EUROPEA
Dr. D. Jaime Balmes 1842
TOMO 2
La Iglesia católica empleó para la abolición de la esclavitud no sólo un
sistema de doctrinas y sus máximas y espíritu de caridad, sino también un
conjunto de medios prácticos. Punto de vista bajo el cual debe mirarse este
hecho histórico. Ideas erradas de los antiguos sobre la esclavitud. Homero,
Platón, Aristóteles. El cristianismo se ocupó desde luego en combatir esos
errores. Doctrinas cristianas sobre las relaciones entre esclavos y señores. La
Iglesia se ocupa en suavizar el trato cruel que se daba a los esclavos.
AFORTUNADAMENTE
la Iglesia católica fue más sabia que los filósofos, y supo dispensar a la
humanidad el beneficio de la emancipación, sin injusticias ni trastornos: ella
regenera las sociedades, pero no lo hace en baños de sangre. Veamos, pues, cuál
fue su conducta en la abolición de la esclavitud.
Mucho
se ha encarecido ya el espíritu de amor y fraternidad que anima al
Cristianismo; y esto basta para convencer de que debió de ser grande la
influencia que tuvo en la grande obra de que estamos hablando. Pero quizás no
se ha explorado bastante todavía cuáles son los medios positivos, prácticos,
digámoslo así, que echó mano para conseguir su objeto.
Al
través de la oscuridad de los siglos, en tanta complicación y variedad de
circunstancias, ¿será posible rastrear algunos hechos que sean como las huellas
que indiquen el camino seguido por la Iglesia católica para libertar a una
inmensa porción del linaje humano de la esclavitud en que gemía? ¿Será posible
decir algo más que algunos encomios generales de la caridad cristiana? ¿Será
posible señalar un plan, un sistema, y probar su existencia y desarrollo, apoyándose
no precisamente en expresiones sueltas, en pensamientos altos, en sentimientos
generosos, en acciones aisladas de algunos hombres ilustres, sino en hechos
positivos, en documentos históricos, que manifiesten cuál era el espíritu y la
tendencia del mismo cuerpo de la Iglesia? Creo que sí: y no dudo que me
sacará airoso en la empresa lo que puede haber de más convincente y decisivo en
la materia, a saber: los monumentos de la legislación eclesiástica.
140 Y
ante todo no será fuera del caso recordar lo que se lleva ya indicado
anteriormente, que cuando se trata de conducta, de designios, de tendencias,
con respecto a la Iglesia, no es necesario suponer que esos designios cupieran
en toda su extensión en la mente de ningún individuo en particular, ni que todo
el mérito y efecto de semejante conducta fuesen bien comprendidos por ninguno
de los que en ella intervenían: y aun puede decirse que no es necesario suponer
que los primeros cristianos conociesen toda la fuerza de las tendencias del
Cristianismo con respecto a la abolición de la esclavitud.
Lo que
conviene manifestar es que se obtuvo el resultado por las doctrinas y la
conducta de la Iglesia; pues que entre los católicos, si bien se estiman los
méritos y el grandor de los individuos en lo que valen, no obstante cuando se
habla de la Iglesia, desaparecen los individuos; sus pensamientos y su voluntad
son nada, porque el espíritu que anima, que vivifica y dirige a la Iglesia, no
es el espíritu del hombre, sino el Espíritu del mismo Dios.
Los
que no pertenezcan a nuestra creencia echarán mano de otros nombres; pero
estaremos conformes, cuando menos, en que mirados los hechos de esta manera,
elevados sobre el pensamiento y voluntad del individuo, conservan mucho mejor
sus verdaderas dimensiones, y no se quebranta en el estudio de la historia la
inmensa cadena de los sucesos.
Dígase
que la conducta de la Iglesia fue inspirada y dirigida por Dios, o bien que fue
hija de un instinto, que fue el desarrollo de una tendencia entrañada
por sus doctrinas; se empleen estas o aquellas expresiones, hablando como
católico o como filósofo, en esto no es menester detenerse ahora; pues lo que
conviene manifestar es que ese instinto fue generoso y atinado, que esa
tendencia se dirigía a un grande objeto, y que lo alcanzó.
Lo
primero que hizo el Cristianismo con respecto a los esclavos fue disipar los
errores que se oponían no sólo a su emancipación universal, sino hasta a la
mejora de su estado: es decir que la primera fuerza que desplegó en el ataque
fue, según tiene por costumbre, la fuerza de
las ideas. Era este primer paso tanto más necesario para
curar el mal, cuanto acontecía en él lo que suele suceder en todos los males,
que andan siempre acompañados de algún error, que o los produce o los fomenta.
Había
no sólo la opresión, la degradación de una parte de la humanidad; sino que
estaba muy acreditada una opinión errónea, que procuraba humillar más y más a
esa parte de la humanidad. La raza de los esclavos era, según dicha opinión,
una raza vil, que no se levantaba ni de mucho al nivel de la de los hombres
libres; era una raza degradada por el mismo Júpiter, marcada con un sello
humillante por la naturaleza misma, destinada ya de antemano a ese estado de
abyección y vileza. Doctrina ruin sin duda, desmentida por la naturaleza
humana, por la historia, por la experiencia; pero que no dejaba por esto de
contar distinguidos defensores, y que con ultraje de la humanidad y escándalo
de la razón, la vemos proclamar por largos siglos, hasta que el Cristianismo
vino a disiparla, tomando a su cargo la vindicación de los derechos del hombre.
Homero
nos dice (Odis. 17) que “Júpiter quitó la mitad
de la mente a los esclavos”. En Platón encontramos el rastro de la
misma doctrina, pues que si bien en boca de otros como acostumbra, no deja sin
embargo de aventurar lo siguiente: “se dice
que en el ánimo de los esclavos nada hay de sano ni entero, y que un hombre
prudente no debe fiarse de esa casta de hombres, cosa que atestigua también el
más sabio de nuestros poetas”: citando en seguida el pasaje de
Homero, arriba indicado. (Plat. l. de las Leyes).
Pero
donde se encuentra esa degradante doctrina en toda su negrura y desnudez, es en
la Política de Aristóteles. No ha faltado quien ha querido
defenderle, pero en vano; porque sus propias palabras le condenan sin remedio.
Explicando en el primer capítulo de su obra la constitución de la familia, y
proponiéndose fijar las relaciones entre el marido y la mujer, y entre el señor
y el esclavo, asienta que así como la hembra es naturalmente diferente del
varón, así el esclavo es diferente del dueño; he aquí sus palabras: “y así la hembra y el esclavo son distinguidos por la
misma naturaleza”.
Esta
expresión no se le escapó al filósofo, sino que la dijo con pleno conocimiento,
y no es otra cosa que el compendio de su teoría. En el cap. 3 continúa
analizando los elementos que componen la familia, y después de asentar que “una familia perfecta consta de libres y de esclavos”,
se fija en particular sobre los últimos, y empieza combatiendo una opinión que
parecía favorecerles demasiado. “Hay algunos,
dice, qué piensan que la esclavitud es cosa fuera del orden de la naturaleza;
pues que sólo viene de la ley el ser éste esclavo y aquél libre, ya que por la
naturaleza en nada se distinguen”.
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Antes de rebatir esa opinión explica las relaciones del dueño y del esclavo,
valiéndose de la semejanza del artífice y del instrumento, y también del alma y
del cuerpo, y continúa: “Si se comparan el macho
y la hembra, aquél es superior y por esto manda, ésta inferior y por esto
obedece, y lo propio ha de suceder en todos los hombres: y así aquéllos que son
tan inferiores cuanto lo es el cuerpo respecto del alma, y el bruto respecto
del hombre, y cuyas facultades consisten principalmente en el uso del cuerpo,
siendo este uso el mayor provecho que de ellos se saca, éstos son esclavos
por naturaleza”.
A
primera vista podría parecer que el filósofo habla solamente de las fatuos,
pues así parecen indicarlo sus palabras; pero veremos en seguida por el
contexto que no es tal su intención. Salta a la vista que si hablara de los
fatuos, nada probaría contra la opinión que se propone impugnar, siendo el
número de éstos tan escasos, que es nada en comparación de la generalidad de
los hombres: además que si a los fatuos quisiera ceñirse, ¿de qué sirviera su
teoría, fundada únicamente en una excepción monstruosa y muy rara?
Pero
no necesitamos andarnos en conjeturas sobre la verdadera mente del filósofo; él
mismo se cuida de explicárnosla, revelándonos al propio tiempo por qué se había
valido de expresiones tan fuertes, que parecían sacar la cuestión de su juicio.
Nada menos se propone que atribuir a la naturaleza el expreso designio de
producir hombres de dos clases: unos nacidos para la libertad, otros para la
esclavitud. El pasaje es demasiado importante y curioso para que podamos dejar
de copiarle.
Dice
así: “Bien quiere la naturaleza procrear
diferentes los cuerpos de los libres y de los esclavos: de manera que los de
éstos sean robustos, y a propósito para los usos necesarios, y los de aquéllos
bien formados, útiles sí para trabajos serviles, pero acomodados para la vida
civil, que consiste en el manejo de los negocios de la guerra y de la paz;
pero muchas veces sucede lo contrario, y a unos les cabe cuerpo de esclavo
y a otros alma de libre. No hay duda que, si en el cuerpo se aventajasen tanto
algunos como las imágenes de los dioses, todo el mundo sería de parecer que
debieran servirles aquéllos que no hubiesen alcanzado tanta gallardía. Si esto
es verdad hablando del cuerpo, mucho más lo es hablando del alma; bien que no
es tan fácil ver la hermosura de ésta como la de aquél; y así no puede dudarse
que hay algunos hombres nacidos para la libertad, así como hay otros nacidos
para la esclavitud: esclavitud que a más de ser
útil a los mismos esclavos, es también justa”.
¡Miserable
filosofía! que para sostener un estado degradante necesitaba apelar a tamañas
cavilaciones, achacando a la naturaleza la intención de procrear diferentes
castas, nacidas las unas para dominar, las otras para servir: ¡filosofía cruel!
la que así procuraba quebrantar los lazos de fraternidad con que el Autor de la
naturaleza ha querido vincular al humano linaje, que así se empeñaba en
levantar una barrera entre hombre y hombre, que así ideaba teorías para sostener
la desigualdad; y no aquella desigualdad que resulta necesariamente de toda
organización social, sino una desigualdad tan terrible y degradante cual es la
de la esclavitud.
Levanta
el Cristianismo la voz, y en las primeras palabras que pronuncia sobre los
esclavos los declara iguales en dignidad de naturaleza a los demás hombres:
iguales también en la participación de las gracias que el Espíritu Divino va a
derramar sobre la tierra. Es notable el cuidado con que insiste sobre este
punto el apóstol san Pablo: no parece sino que tenía a la vista las degradantes
diferencias que por un funesto olvido de la dignidad del hombre se querían
señalar; nunca se olvida de inculcar la nulidad de la diferencia del esclavo y
del libre. “Todos hemos sido bautizados en un espíritu, para formar un mismo
cuerpo, judíos o gentiles, esclavos o libres”.
(1 ad Cor. c. 12. v. 13). “Todos sois hijos de Dios por la fe qué es en
Cristo Jesús. Cualesquiera que habéis sido bautizados en Cristo os habéis
revestido de Cristo: no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no
hay macho ni hembra: pues todos sois uno en Jesucristo”. (Ad Gal, c. 3. v.
26, 27, 28)., “Donde no hay gentil ni judío, circunciso e
incircunciso, bárbaro y escita, esclavo y libre, sino todo y en todos
Cristo”. (Ad Coloss. c. 3. v. 11).
Parece
que el corazón se ensancha al oír proclamar en alta voz, esos grandes
principios de fraternidad y de santa igualdad; cuando acabamos de oír a los
oráculos del paganismo, ideando doctrinas para abatir más y más a los desgraciados
esclavos, parece que despertamos de un sueño angustioso, y nos encontramos con
la luz del día, en medio de una realidad halagüeña. La imaginación se complace
en mirar a tantos millones de hombres que encorvados bajo el peso de la
degradación y de la ignominia, levantan sus ojos al cielo, y exhalan un suspiro
de esperanza.
Aconteció
con esta enseñanza del Cristianismo lo que acontece con todas las doctrinas
generosas y fecundas: penetran hasta el corazón de la sociedad, quedan allí
depositadas como un germen precioso, y desenvueltas con el tiempo producen un
árbol inmenso que cobija bajo su sombra las familias y las naciones. Como
esparcidas entre hombres no pudieron tampoco librarse de que se las
interpretase mal, y se las exagerase; y no faltaron algunos que pretendieron
que la libertad cristiana era la proclamación de la libertad universal. Al
resonar a los oídos de los esclavos las dulces palabras del Cristianismo, al
oír que se los declaraba hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, al ver que no
se hacía distinción alguna entre ellos y sus amos, ni aun los más poderosos
señores de la tierra, no ha de parecer tampoco muy extraño que hombres
acostumbrados solamente a las cadenas, al trabajo, y a todo linaje de pena y
envilecimiento, exagerasen los principios de la doctrina cristiana, e hiciesen
de ella aplicaciones, que ni eran en sí justas, ni tampoco capaces de ser
reducidas a la práctica.
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Sabemos por San Jerónimo que muchos, oyendo que se los llamaba a la libertad
cristiana, pensaron que con ésta se les daba la libertad; y quizás el Apóstol
aludía a este error, cuando en su primera carta a Timoteo (c. 6. v. 1) decía: “Todos los que están bajo el yugo de la esclavitud, que
Honren con todo respeto a sus dueños para que el nombre y la doctrina del Señor
no sean blasfemados”. Este error había tenido tal eco, que después
de tres siglos andaba todavía muy válido, viéndose obligado el concilio de
Gangres, celebrado por los años de 324, a
excomulgar a aquéllos que, bajo pretexto de piedad, enseñaban que los esclavos
debían dejar a sus amos, y retirarse de su servicio. No era esto lo
que enseña el Cristianismo; y además queda ya bastante evidenciado que no
hubiera sido éste el verdadero camino para llegar a la emancipación universal.
Así es
que el mismo Apóstol, a quien hemos oído hablar a favor de los esclavos un
lenguaje tan generoso, les inculca repetidas veces la obediencia a sus dueños;
pero es notable que mientras cumple con este deber impuesto por el espíritu de
paz y de justicia que anima al cristianismo, explica de tal manera los motivos
en que se ha de fundar la obediencia de los esclavos, recuerda con tan sentidas
y vigorosas palabras las obligaciones que pesan sobre los dueños, y asienta tan
expresa y terminantemente la igualdad de todos los hombres ante Dios, que bien
se conoce cuál era su compasión para con esa parte desgraciada de la humanidad,
y cuán diferentes eran sobre este particular sus ideas de las de un mundo
endurecido y ciego.
Se
alberga en el corazón del hombre un sentimiento de noble independencia, que no
le consiente sujetarse a la voluntad de otro hombre, a no ser que se le
manifiesten títulos legítimos en que fundarse puedan las pretensiones del
mando. Si estos títulos andan acompañados de razón y de justicia, y sobre todo
si están radicados en altos objetos que el hombre acata y ama, la razón se
convence, el corazón se ablanda, y el hombre cede. Pero si la razón del mando
es sólo la voluntad de otro hombre, si se hallan encarados, por decirlo así,
hombre con hombre, entonces bullen en la mente los pensamientos de igualdad,
arde en el corazón el sentimiento de la independencia, la frente se pone
altanera y las pasiones braman.
Por esta causa, en tratándose de alcanzar obediencia voluntaria y
duradera, es menester que en el que manda se oculte, desaparezca el hombre y
sólo se vea el representante de un poder superior, o la personificación de los
motivos que manifiestan al súbdito la justicia y la utilidad de la sumisión: de
esta manera no se obedece a la voluntad ajena, por lo que es en sí, sino porque
representa un poder superior, o porque es el intérprete de la razón y de la
justicia; y así no mira el hombre ultrajada su dignidad, y se le hace la
obediencia suave y llevadera.
No es
menester decir si eran tales los títulos en que se fundaba la obediencia de los
esclavos, antes del Cristianismo: las costumbres los equiparaban a los brutos,
y las leyes venían, si cabe, a recargar la mano, usando de un lenguaje que no
puede leerse sin indignación. El dueño mandaba porque tal era su voluntad, y el
esclavo se veía precisado a obedecer, no en fuerza de motivos superiores, ni de
obligaciones morales, sino porque era una propiedad del que mandaba, era un
caballo regido por el freno, era una máquina que había de corresponder al
impulso del manubrio.
¿Qué
extraño, pues, si aquellos infelices, abrevados de infortunio y de ignominia,
abrigaban en su pecho aquel hondo y concentrado rencor, aquella virulenta saña,
aquella terrible sed de venganza, que a la primera oportunidad reventaba con
explosión espantosa?
El
horroroso degüello de Tiro, ejemplo y terror del universo, según la expresión
de Justino, las repetidas sublevaciones de los penestas en Tesalia, de los
ilotas en Lacedemonia, las defecciones de los de Quío y Atenas, la insurrección
acaudillada por Herdonio, y el terror causado por ella a todas las familias de
Roma, las sangrientas escenas, la tenaz y desesperada resistencia de las
huestes de Espartaco, ¿qué eran sino el resultado natural del sistema de
violencia, de ultraje y desprecio con que se trataba a los esclavos? ¿No es
esto lo mismo que hemos visto reproducido en tiempos recientes, en las
catástrofes de los negros de las colonias? Tal es la naturaleza del hombre: quien siembra desprecio y ultraje, recoge furor y
venganza.
Estas
verdades no se ocultaron al Cristianismo, y así es que si predicó la
obediencia, procuró fundarla en títulos divinos; si conservó a los dueños sus
derechos, también les enseñó altamente sus obligaciones; y allí donde
prevalecieron las doctrinas cristianas, pudieron los esclavos decir: “somos
infelices, es verdad: a la desdicha nos han condenado, o el nacimiento, o la
pobreza o los reveses de la guerra, pero al fin se nos reconoce por hombres,
por hermanos; y entre nosotros y nuestros dueños hay una reciprocidad de obligaciones
y de derechos”. -
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Oigamos si no lo que dice el Apóstol: “Esclavos, obedeced a los señores
carnales con temor y temblor, con sencillez de corazón como a Cristo, no sirviendo
con puntualidad para agradar a los hombres, sino como siervos de Cristo,
haciendo de corazón la voluntad de Dios, sirviendo de buena voluntad, como al
Señor, y no como a los hombres. Sabiendo que cada uno recibirá del Señor el
bien que hiciere, sea esclavo, sea libre. Y vosotros, señores,
haced lo mismo con vuestros esclavos, aflojando en vuestras amenazas; sabiendo
que el Señor de ellos y vuestro está en los cielos; y delante de él no hay
acepción de personas”. (Ad Ephes. c. 6. v. S, 6, 7, 8, 9,).
En la
carta a los colonenses (c. 3) vuelve a inculcar la misma doctrina de la
obediencia, fundándola en los mismos motivos; y como consolando a los infelices
esclavos les dice: “del Señor recibiréis la retribución de la Heredad. Servid a
Cristo Señor. Pues quien hace injuria recibirá su condigno castigo: 3. no hay delante de Dios acepción
de personas”. Y más abajo (c. 4. v. 1) dirigiéndose a los señores añade : “señores,
dad a los esclavos lo que es justo y equitativo; sabiendo que también vosotros
tenéis un Señor en el cielo”.
Esparcidas
doctrinas tan benéficas, ya se ve que había de mejorarse en gran manera la
condición de los esclavos, siendo el resultado más inmediato el templarse aquel
rigor tan excesivo, aquella crueldad que nos sería increíble, si no nos
constara en testimonios irrecusables.
Sabido
es que el dueño tenía el derecho de vida y de muerte, y que se abusaba de esta
facultad hasta matar a un esclavo por un capricho, como lo hizo Quintio
Flaminio en medio de un convite; y hasta arrojar a las murenas a uno de esos
infelices por haber tenido la desgracia de quebrantar un vaso, como se nos
refiere de Vedio Polión. Y no se limitaba tamaña crueldad al círculo de algunas
familias que tuviesen un dueño sin entrañas, no, sino que estaba erigida en
sistema: resultado funesto, pero necesario, del extravío de las ideas sobre este
punto, del olvido de los sentimientos de humanidad : sistema violento que sólo
se sostenía teniendo hincado sin cesar el pie sobre la cerviz del esclavo, que
sólo se interrumpía cuando pudiendo éste prevalecer, se arrojaba sobre su dueño
y lo hacía pedazos. Era antiguo proverbio: “tantos
enemigos cuantos esclavos”.
Ya
hemos visto los estragos que hacían esos hombres furiosos y abrasados de sed de
venganza, siempre que podían quebrantar las cadenas que los oprimían; pero a
buen seguro que no les iban en zaga los dueños cuando se trataba de inspirarles
terror. En Lacedemonia, temiéndose un día de la mala voluntad de los ilotas,
los reunieron a todos cerca del templo de Júpiter, y los pasaron a cuchillo
(Tuc., 1. 4); y en Roma había la bárbara
costumbre de que, siempre que fuese asesinado algún dueño, fueran condenados a
muerte todos sus esclavos.
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Congoja da el leer en Tácito (Anzz. 1. 44,43) la horrorosa escena ocurrida
después de haber sido asesinado por uno de sus esclavos el prefecto de la
ciudad, Pedanio Secundo. Eran nada menos que 400 los esclavos del difunto, y
según la antigua costumbre debían ser conducidos todos al suplicio.
Espectáculo
tan cruel y lastimoso en que se iba a dar la muerte a tantos inocentes, movió a
compasión al pueblo, que llegó al extremo de amotinarse para impedir tamaña
carnicería. Perplejo el senado, deliberaba sobre el negocio, cuando tomando la
palabra un orador llamado Casio, sostuvo con energía la necesidad de llevar a
cabo la sangrienta ejecución,, no sólo a causa de prescribirlo así
la antigua costumbre, siglo también por no ser posible de otra manera el
preservarse de la mala voluntad de los esclavos.
En sus
palabras sólo hablan la injusticia y la tiranía; ve por todas partes peligros y
asechanzas; no sabe excogitar otros preservativos que la fuerza y el terror;
siendo notable en particular la siguiente cláusula, porque en breve espacio nos
retrata las ideas y costumbres de los antiguos sobre este punto : “Sospechosa fue siempre a nuestros mayores la índole de
los esclavos, aun de aquéllos que por haberles nacido en sus propias posesiones
y casas, podían desde la cuna haber cobrado afición a los dueños; pero después
que tenemos esclavos de naciones extrañas, de diferentes usos y de diversa
religión, para contener a esa canalla no hay otro medio que el terror”.
La crueldad prevaleció: se reprimió la osadía del pueblo, se cubrió de soldados
la carrera, y los 400 desgraciados fueron conducidos al patíbulo.
Suavizar
ese trato cruel, desterrar esas horrendas atrocidades, era el primer fruto que
debían dar las doctrinas cristianas; y puede asegurarse que la Iglesia no
perdió jamás de vista tan importante objeto, procurando que la condición de los
esclavos se mejorase en cuanto era posible; que en materia de castigos se
sustituyese la indulgencia a la crueldad; y lo que más importaba, se esforzó en
que ocupase la razón el lugar del capricho, que a la impetuosidad de los dueños
sucediese la calma de los tribunales : es decir, que anduvieran aproximando los
esclavos a los libres, rigiendo con respecto a ellos, no el hecho sino el
derecho.
La Iglesia no ha olvidado jamás la hermosa lección que le dió el Apóstol
cuando escribiendo a Filemón intercedía por un esclavo, y esclavo fugitivo,
llamado Onésimo, y hablaba en su favor un lenguaje que no se había oído nunca
en favor de esa clase desgraciada.
“Te
ruego, le decía, por mi hijo Onésimo : ahí te lo he remitido, recíbelo como mis
entrañas, no como a esclavo sino como a hermano carísimo; si me amas, recíbelo
como a mí; si en algo te ha dañado, o te debe, yo quedo responsable”. (Ep. ad
Philem).
No, la
Iglesia no olvidó esta lección de fraternidad y de amor, y el suavizar la
suerte de los esclavos fue una de sus atenciones más predilectas.
El
concilio de Elvira, celebrado a principios del siglo IV, sujeta a penitencia
a la mujer que haya golpeado con daño grave a su esclava.
El de
Orleáns, celebrado en 549 (can. 22), prescribe que si se refugiare en la
Iglesia algún esclavo que hubiere cometido algunas faltas, se le vuelva a su
amo, pero haciéndole antes prestar juramento de que al salir no le hará daño
ninguno; mas que si le maltratare quebrantando el juramento, sea separado de la
comunión y de la mesa de los católicos.
Este
canon nos revela dos cosas: la crueldad acostumbrada de los amos, y el celo de
la Iglesia por suavizar el trato de los esclavos. Para poner freno a la
crueldad nada menos se necesitaba que exigir un juramento; y la Iglesia, aunque
de suyo tan edificada en materia de juramentos, juzgaba sin embargo el negocio
de bastante importancia, para que pudiera y debiera emplearse en el augusto
nombre de Dios.
El
favor y protección que la Iglesia dispensaba a los esclavos, se iba extendiendo
rápidamente : y a lo que parece, debía de introducirse en algunos lugares la
costumbre de exigir juramento, no tan sólo de que el esclavo refugiado a la
iglesia no sería maltratado en su persona, pero que ni aun se le impondría
trabajo extraordinario, ni se le señalaría con ningún distintivo que le diera a
conocer. De esta costumbre, procedente sin duda del celo por el bien de la
humanidad, pero que quizás hubiera traído inconvenientes aflojando con
demasiada prontitud los lazos de la obediencia, y dando lugar a excesos de
parte de los esclavos, encuéntranse los indicios en una disposición del concilio
de Epaona (hoy según algunos Abbón) celebrado por los años de 517, en que se
procura atajar el mal, prescribiendo una prudente moderación, sin levantar por
eso la mano de la protección comenzada.
En el
canon 39 ordena, que si un esclavo reo de algún delito atroz se retrae a la
iglesia, sólo se le libre de las penas corporales; sin obligar al dueño a
prestar juramento de que no le impondrá trabajo extraordinario, o que no le
cortará el pelo para que sea conocido. Y nótese bien, que si se pone esa limitación
es cuando el esclavo haya cometido un delito atroz, y que en tal caso la
facultad que se le deja al amo, es la de imponerle trabajo extraordinario, o de
distinguirle cortándole el pelo.
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Quizás no faltará quien tizne de excesiva semejante indulgencia, pero es
menester advertir que cuando los abusos son grandes y arraigados, el empuje
para arrancarlos ha de ser fuerte; y que a veces, si bien parece a primera
vista que se traspasan los límites de la prudencia, este exceso aparente no es
más que aquella oscilación indispensable que sufren las cosas, antes de
alcanzar su verdadero aplomo. Aquí no trataba la Iglesia de proteger el crimen,
no reclamaba indulgencia para el que no la mereciese; lo que se proponía era
poner coto a la violencia y al capricho de los amos; no quería consentir que un
hombre sufriese los tormentos y la muerte, porque tal fuese la voluntad de otro
hombre. El establecimiento de leyes justas, y la legítima acción de los
tribunales, son causas a que jamás se ha opuesto la Iglesia; pero la violencia de los particulares no ha podido
consentirla nunca.
De
este espíritu de oposición al ejercicio de la fuerza privada, espíritu que
entraña nada menos que la organización social, encontramos una muestra muy a
propósito en el canon 15 del concilio de Mérida, celebrado en el año 666.
Sabido es, y lo llevo ya indicado, que los esclavos eran una parte principal de
la propiedad, y que estando arreglada la distribución del trabajo conforme a
esta base, no le era posible prescindir de tener esclavos a quien tuviese
propiedades, sobre todo si eran algo considerables.
La
Iglesia se hallaba en este caso; y como no estaba en su mano el cambiar de
golpe la organización social, tuvo que acomodarse a esta necesidad, y tenerlos
también. Si con respecto a éstos quería introducir mejoras, bueno era que
empezase ella misma a dar el ejemplo; y este ejemplo se halla en el canon del
concilio que acabo de citar. En él, después de haber prohibido a los obispos y
a los sacerdotes el maltratar a los sirvientes de la iglesia mutilándolos,
dispone el concilio que si cometen algún delito se los entregue a los jueces
seglares, pero de manera que los obispos moderen la pena a que sean condenados.
Es digno de notarse que, según se deduce de este canon, estaba todavía en uso el
derecho de mutilación, hecha por el dueño particular; y que quizás se conservaza aún muy arraigado, cuando
vemos que el concilio se limita a prohibir esta pena a los eclesiásticos, y
nada dice con respecto a los legos.
En
esta prohibición influía sin duda la mira de que derramando sangre humana, no
se hicieran incapaces los eclesiásticos de ejercer aquel elevado ministerio,
cuyo acto principal es el augusto sacrificio en que se ofrece una víctima de
paz y de amor; pero esto nada quita de su mérito, ni disminuye su influencia en
la mejora de la suerte de los esclavos : siempre era reemplazar la vindicta
particular con la vindicta pública; era una nueva proclamación de la igualdad
de los esclavos con los libres cuando se trataba de efusión de sangre; era
declarar que las manos que derramasen la de un esclavo quedaban con la misma
mancha que si hubiesen vertido la de un hombre libre.
150 Y
era necesario inculcar de todos modos esas verdades saludables, ya que estaban
en tan abierta contradicción con las ideas y costumbres antiguas; era necesario
trabajar asiduamente en que desapareciesen las expresiones vergonzosas y
crueles, que mantenían privados a la mayor parte de los hombres de la
participación de los derechos de la humanidad.
En el
canon que acabo de citar hay una circunstancia notable que manifiesta la
solicitud de la Iglesia para restituir a los esclavos la dignidad y
consideración de que se hallaban privados. El
rapamiento de los cabellos era entre los godos una pena muy afrentosa, y que
según nos dice Lucas de Tuy, casi les era más sensible que la muerte.
Ya se deja entender que cualquiera que fuese la preocupación sobre este punto,
podía la Iglesia permitir el rapamiento, sin incurrir en la nota que consigo
lleva el derramamiento de sangre, pero sin embargo no quiso hacerlo; y esto
indica que procuraba borrar las marcas de humillación, estampadas en la frente
del esclavo. Después de haber prevenido a los sacerdotes y obispos, que
entreguen al juez a los que sean culpables, dispone que “no toleren que se los
rape con ignominia”.
Ningún
cuidado estaba de más en esta materia; era necesario acechar todas las
ocasiones favorables, procurando que anduviesen desapareciendo las odiosas
excepciones que afligían a los esclavos. Esta necesidad se manifiesta bien a las
claras en el modo de expresarse el concilio decimoprimero de Toledo, celebrado
en el año 675. En su canon 6 prohíbe a los
obispos el juzgar por sí los delitos dignos de muerte, y el mandar la
mutilación de los miembros; pero véase cómo juzgó necesario advertir que no
consentía excepción, añadiendo “ni aun contra los siervos de su iglesia”.
El mal
era grave, y no podía ser curado sino con solicitud muy asidua; por manera que
aun limitándonos al derecho más cruel de todos, cual es el de vida y muerte,
vemos que cuesta largo trabajo el extirparle. A principios del siglo VI no
faltaban ejemplos de tamaño exceso, pues que el concilio de Epaona en su canon
34 dispone “que sea privado por dos años de la comunión de la Iglesia el amo
que por su propia autoridad haga quitar la vida a su esclavo”. Había
promediado ya el siglo IX, y todavía nos encontramos con atentados semejantes:
atentados que procuraba reprimir el concilio de Wormes, celebrado en el año
868, sujetando a dos años de penitencia al amo que con su autoridad privada hubiese
dado muerte a su esclavo.
La Iglesia defiende con celo la libertad de los manumitidos. Manumisión
en las iglesias. Saludables efectos de esta practica. Redención de cautivos.
Celo de la Iglesia en practicar y promover esta obra. Preocupación de los
romanos sobre este punto. Influencia que tuvo en la abolición de la esclavitud
el celo de la Iglesia por la redención de los cautivos. La Iglesia protege la
libertad de los ingenuos.
MIENTRAS
se suavizaba el trato de los esclavos, y se los aproximaba en cuanto era
posible a los hombres libres, era necesario no descuidar la obra de la
emancipación universal: pues que no bastaba mejorar ese estado, sino que además
convenía abolirle.
La
sola fuerza de las doctrinas cristianas, y el espíritu de caridad que al par
con ellas se iba difundiendo por toda la tierra atacaban tan vivamente la
esclavitud, que tarde o temprano debían llevar a cabo su completa abolición;
porque es imposible que la sociedad permanezca por largo tiempo en un orden de
cosas, que esté en oposición con las ideas de que está imbuida.
Según
las doctrinas cristianas, todos los hombres tienen un mismo origen y un mismo
destino, todos son hermanos en Jesucristo, todos están obligados a amarse de
todo corazón, a socorrerse en las necesidades, a no ofenderse ni siquiera de
palabra; todos son iguales ante Dios, pues que serán juzgados sin acepción de
personas; el Cristianismo se iba extendiendo, arraigando por todas partes,
apoderándose de todas las clases, de todos los ramos de la sociedad : ¿cómo era
posible, pues, que continuase la esclavitud, ese estado degradante en que el
hombre es propiedad de otro, en que es vendido como un bruto, en que se le
priva de los dulcísimos lazos de familia, en que no participa de ninguna de las
ventajas de la sociedad? Cosas tan contrapuestas ¿podían vivir juntas?
Las
leyes estaban en favor de la esclavitud, es verdad, y aun puede añadirse más, y
es que el Cristianismo no desplegó un ataque directo contra esas leyes; pero en
cambio ¿qué hizo?
152
Procuró apoderarse de las ideas y costumbres, les comunicó un nuevo impulso,
les dió una dirección diferente, y en tal caso ¿qué pueden las leyes?
Se afloja su rigor, se descuida su observancia, se empieza a sospechar
de su equidad, se disputa sobre su conveniencia, se notan sus malos efectos,
van caducando poco a poco, de manera que a veces ni es necesario darles un
golpe para destruirlas : se las arrumba por inútiles, o si merecen la pena de
una abolición expresa, es por mera ceremonia, son como un cadáver que se
entierra con honor.
Mas no
se infiera de lo que acabo de decir que, por tanta importancia a las ideas y
costumbres cristianas, pretenda que se abandonó el buen éxito a esa sola
fuerza, sin que al propio tiempo cuidara la Iglesia de tomar las medidas
conducentes demandadas por los tiempos y circunstancias, nada de eso, antes,
como llevo indicado ya, la Iglesia echó mano de varios medios, los más a
propósito para surtir el efecto deseado.
Si se
quería asegurar la obra de la emancipación, era muy conveniente en primer lugar
poner a cubierto de todo ataque la libertad de las manumitidos; libertad que
desgraciadamente no dejaba de verse combatida con frecuencia, y de correr
graves peligros. De este triste fenómeno no es difícil encontrar las causas en
los restos de las ideas y costumbres antiguas, en la codicia de los poderosos,
en el sistema de violencia generalizado con la irrupción de los bárbaros, y en
la pobreza, desvalimiento y completa falta de educación y moralidad, en que
debían de encontrarse los infelices que iban saliendo de la esclavitud; porque
es de suponer que muchos no conocerían todo el valor de la libertad, que no
siempre se portarían en el nuevo estado conforme dicta la razón y exige la
justicia, y que entrando de nuevo en la posesión de los derechos de hombre
libre, no sabrían cumplir con sus nuevas obligaciones.
Pero
todos estos inconvenientes, inseparables de la naturaleza de las cosas, no
debían impedir la consumación de una obra reclamada por la religión y la
humanidad; era necesario resignarse a sufrirlos, considerando que en la parte
de culpa que caber pudiera a los manumitidos, había muchos motivos de excusa, a
causa de que el estado de que acababan de salir embargaba el desarrollo de las
facultades intelectuales y morales.
Se
ponía a cubierto de los ataques de la injusticia, y quedaba en cierto modo,
revestida de una inviolabilidad sagrada la libertad de los nuevos emancipados,
si emancipación se enlazaba con aquellos objetos que a la sazón ejercían más
poderoso ascendiente. Hallábase en este caso la Iglesia, y cuanto era de su
pertenencia; y por lo mismo fue sin duda muy conducente que se introdujese la
costumbre de manumitir en los templos.
153
Este acto, al paso que reemplazaba los usos antiguos, y los hacía olvidar,
venía a ser como una declaración tácita de lo muy agradable que era a Dios la
libertad de los hombres; una proclamación práctica de igualdad ante Dios, ya
que allí mismo se ejecutaba la manumisión, donde se leía con frecuencia que
delante de Dios no hay acepción de personas, en el mismo lugar donde
desaparecían todas las distinciones mundanas, donde quedaban confundidos todos
los hombres, unidos con suaves lazos de fraternidad y de amor.
Verificada
de este modo la manumisión, la Iglesia tenía un derecho más expedito para
defender la libertad del manumitido; pues que habiendo sido ella testigo del
acto, podía dar fe de su espontaneidad y demás circunstancias para asegurar la
validez, y aun podía también reclamar su observancia, apoyándose en que faltar a
ella era en cierto modo una profanación del lugar sagrado, era no cumplir lo
prometido delante del mismo Dios.
No se
olvidaba la Iglesia de aprovechar en favor de los manumitidos semejantes
circunstancias; y así vemos que el primer concilio de Orange, celebrado en 441,
dispone en su canon 7, que es menester reprimir con censuras eclesiásticas a
los que quieren someter a algún género de servidumbre a los esclavos a quienes
se haya dado libertad en la iglesia, y un siglo después encontramos repetida la
misma prohibición en el canon 7 del 54 concilio de Orleáns, celebrado en el año
549.
La
protección dispensada por la Iglesia a los esclavos manumitidos era tan
manifiesta y conocida de todos, que se introdujo la costumbre de
recomendárselos particularmente. Hacíase esta recomendación a veces en
testamento, como nos lo indica el concilio de Orange poco ha citado; ordenando
que por medio de las censuras eclesiásticas se impida que no sean sometidos a
género alguno de servidumbre los esclavos manumitidos, recomendados en
testamento a la Iglesia.
No
siempre se hacía por testamento esa recomendación, según se infiere del canon 6
del concilio de Toledo, celebrado en 589, donde se dispone que cuando sean
recomendados a la Iglesia algunos manumitidos, no se los prive ni a ellos ni a
sus hijos de la protección de la misma.
Aquí
se habla en general, sin limitarse al caso de mediar testamento. Lo mismo puede
verse en otro concilio de Toledo, celebrado en el año 633, donde se dice que la
Iglesia recibirá únicamente bajo su protección a los libertos de los
particulares que se los hayan recomendado.
Aun
cuando la manumisión no se hubiese hecho en el templo, ni hubiese mediado
recomendación particular, no obstante la Iglesia no dejaba de tomar parte en la
defensa de los manumitidos, en viendo que peligraba su libertad.
154
Quien estime en algo la dignidad del hombre, quien abrigue en su pecho algún
sentimiento de humanidad, seguramente no llevará a mal que la Iglesia se
entrometiese en esa clase de negocios, aunque no consideráramos otros títulos
que los que da al hombre generoso la protección del desvalido; no le
desagradará el encontrar mandado en el canon 29 del concilio de Agde en
Languedoc, celebrado en 506, que la Iglesia, en caso necesario, tome la defensa
de aquéllos a quienes sus amos han dado legítimamente libertad.
En la
grande obra de abolición de la esclavitud, ha tenido no escasa parte el celo
que en todos tiempos y lugares ha desplegado la Iglesia por la redención de los
cautivos. Sabido es, que una porción considerable de esclavos debía
esta suerte a los reveses de la guerra. A los antiguos les hubiera parecido
fabulosa la índole suave de las guerras modernas: ¡ay de los vencidos! podíase
exclamar con toda verdad; no había medio entre la muerte y la esclavitud.
Se agravaba
el mal con una preocupación funesta que se había introducido contra la
redención de los cautivos; preocupación que tenía su apoyo en un rasgo de
asombroso heroísmo. Admirable es sin duda la heroica fortaleza de Régulo,
erízanse los cabellos al leer las valientes pinceladas con que le retrata
Horacio (L. 3. od. 5); y el libro se cae de las manos al llegar al terrible
lance en que:
Fertur
pudice conjugis osculum
Parvosque
natos, ut capitis minor,
A se
removisse, et virilem
Torvus
humi posuisse vultum.
Pero
sobreponiéndonos a la profunda impresión que nos causa tanto heroísmo, y al
entusiasmo que excita en nuestro pecho todo cuanto revela una grande alma, no
podremos menos de confesar que aquella virtud rayaba en feroz; y que en el
terrible discurso que sale de los labios de Régulo hay una política cruel
contra la que se levantarían vigorosamente los sentimientos de humanidad, si no
estuviera embargada y como aterrada nuestra alma, a la vista del sublime
desprendimiento del hombre que habla.
El
Cristianismo no podía avenirse con semejantes doctrinas: no quiso que se
sostuviese la máxima de que para hacer a los hombres valientes en la guerra,
era necesario dejarlos sin esperanza; y los admirables rasgos de valor, las
asombrosas escenas de inalterable fortaleza y constancia, que esmaltan por
doquiera las páginas de la historia de las naciones modernas, son un elocuente
testimonio del acierto de la religión cristiana, al proclamar que la suavidad
de costumbres no estaba reñida con el heroísmo.
155
Los antiguos rayaban siempre en uno de dos extremos: la molicie o la ferocidad;
entre estos extremos hay un medio, y este medio lo ha enseñado a los hombres la
religión cristiana.
Consecuente,
pues, el Cristianismo en sus principios de fraternidad y de amor, tuvo por uno
de los objetos mas dignos de su caritativo celo el rescate de los cautivos; y
ora miremos los hermosos rasgos de acciones particulares que nos ha conservado
la historia, ora atendamos al espíritu que ha dirigido la conducta de la
Iglesia, encontraremos un nuevo y bellísimo título para granjear a la religión
cristiana la gratitud de la humanidad.
Un
célebre escritor moderno, Chateaubriand, nos ha presentado en los bosques de
los francos a un sacerdote cristiano esclavo voluntario, por haberse entregado
él mismo a la esclavitud, en rescate de un soldado cristiano que gemía en el
cautiverio, y que había dejado a su esposa en el desconsuelo, y a tres hijos en
la orfandad y en la pobreza.
El
sublime espectáculo que nos ofrece Zacarías, sufriendo con serena calma la
esclavitud por el amor de Jesucristo y de aquel infeliz a quien había
libertado, no es una mera ficción del poeta; en los primeros siglos de la
Iglesia viéronse en abundancia semejantes ejemplos, y el que haya llorado al
ver el heroico desprendimiento y la inefable caridad de Zacarías, puede estar
seguro que con sus lágrimas ha pagado un tributo a la verdad. “A muchos de los
nuestros hemos conocido, dice el Papa San Clemente, que se entregaron ellos
mismos al cautiverio para rescatar a otros”. (Carta 1 a los Corin. c. S5.).
Era la
redención de los cautivos un objeto tan privilegiado, que estaba prevenido por
antiquísimos cánones, que si esta atención lo exigía, se vendiesen las alhajas
de las iglesias, hasta sus vasos sagrados en tratándose de los infelices
cautivos, no tenía límites la caridad, el celo saltaba todas las barreras,
hasta llegar, al caso de mandarse que por mal parados que se hallasen los
negocios de una iglesia, primero que a su reparación, debía atenderse a la
redención de los cautivos. (Caus. 12. Q. 2.).
Al
través de los trastornos que consigo trajo la irrupción de los bárbaros, vemos
que la Iglesia, siempre constante en su propósito, no desmiente la generosa
conducta con que había principiado. No cayeron en olvido ni en desuso las
disposiciones benéficas de los antiguos cánones, y las generosas palabras del
santo obispo de Milán en favor de los cautivos encontraron un eco que nunca se
interrumpió, a pesar del caos de los tiempos. (V. S. Ambros. de Of f. 1. 2,
c. 15) .
156 Por el
canon 5 del concilio de Macón, celebrado en 585, vemos que los
sacerdotes se ocupaban en el rescate de los cautivos, empleando para ello los
bienes eclesiásticos; el de Reims, celebrado en el año 625, impone la
pena de suspensión de sus funciones al obispo que deshaga los vasos sagrados;
añadiendo empero generosamente: “por cualquier otro motivo que no sea el
de redimir cautivos”; y, mucho tiempo después hallamos en el
canon 12 del de Verneuil, celebrado en el año 844, que los bienes
de la Iglesia servían para la redención de cautivos.
Restituido
a la libertad el cautivo, no le dejaba sin protección la Iglesia, antes se la
continuaba con solicitud, librándole cartas de recomendación; seguramente con
el doble objeto de guardarle de nuevas tropelías en su viaje y de que no le
faltasen los medios para repararse de los quebrantos sufridos en el cautiverio.
De este nuevo género de protección tenemos un testimonio en el canon 2 del
concilio de Lyón, celebrado en el año 583, donde se dispone que los
obispos deben poner en las cartas de recomendación que dan a los cautivos, la
fecha, y, el precio del rescate.
De tal
manera se desplegó en la Iglesia el celo por la redención de los cautivos, que
hasta se llegaron a cometer imprudencias, que la autoridad eclesiástica se vio
en la necesidad de reprimirlas. Pero estos mismos excesos nos indican hasta qué
punto llegaba el celo, pues que por su impaciencia caía en extravíos. Sabemos
por un concilio celebrado en Irlanda, llamado de San Patricio, que tuvo lugar
por los años de 451 ó 456, que algunos clérigos se ocupaban en procurar
la libertad de los cautivos haciéndolos huir; exceso que reprime con mucha
prudencia el concilio en su canon 32, disponiendo que el eclesiástico
que quiera redimir cautivos, lo haga con su dinero, pues que el robarlos para
hacerlos huir, daba ocasión a que los clérigos fuesen mirados como ladrones, y
redundaba en deshonra de la Iglesia.
Documento notable, que si bien nos manifiesta el espíritu de
orden y de equidad que dirige a la Iglesia, no deja al propio tiempo de
indicarnos cuán profundamente estaba grabado en los ánimos, lo santo, lo
meritorio, lo generoso que era el dar libertad a los cautivos, pues que algunos
llegaban al exceso de persuadirse de que la bondad de la obra autorizaba la
violencia.
Es
también muy loable el desprendimiento cíe la Iglesia en este punto : una vez
invertidos sus bienes en la redención de un cautivo, no quería que se la
recompensase en nada, aun cuando alcanzasen a hacerlo las facultades
'del redimido.
157 De
esto tenemos un claro testimonio en las cartas del Papa San Gregorio, donde
vemos que estando recelosas algunas personas libradas del cautiverio con la
plata de la Iglesia, de si con el tiempo podría venir caso en que se les
pidiera la cantidad expendida, les asegura el Papa
que no, y manda que nadie se atreva a molestarlos ni a ellos ni a sus
herederos, en ningún tiempo, atendido que los sagrados cánones permiten
invertir los bienes eclesiásticos en la redención de los cautivos
(L. 7. ep. 14.).
Este
celo de la Iglesia por tan santa obra debió de contribuir sobremanera a
disminuir el número de los esclavos; y fue mucho más saludable su influencia
por haberse desplegado cabalmente en las épocas de más necesidad: es decir,
cuando por la disolución del imperio romano, por la irrupción de los bárbaros,
por la fluctuación de los pueblos que fue el estado de Europa durante muchos
siglos, y por la ferocidad de las naciones invasoras, eran tan frecuentes las
guerras, y tan repetidos los trastornos, y tan familiar se había hecho por
doquiera el reinado cíe la fuerza.
A no
haber mediado la acción benéfica y libertadora del Cristianismo, lejos de
disminuirse el inmenso número de los esclavos legado por la sociedad vieja a la
sociedad nueva, se habría acrecentado más y más; porque dondequiera que
prevalece el derecho brutal de la fuerza, si no le sale al paso para contenerla
y suavizarla algún poderoso elemento, el humano linaje camina rápidamente al
envilecimiento, resultando por necesidad el que la esclavitud gane terreno.
Ese
lamentable estado de fluctuación y de violencia, era de suyo muy a propósito
para inutilizar los esfuerzos que hacía la Iglesia en la abolición de la
esclavitud; y no le costaba escaso trabajo el impedir que se malograse por una
parte lo que ella procuraba remediar por otra. La falta de un poder central, la
complicación de las relaciones sociales, pocas bien deslindadas, muchas
violentas, y todas sin prenda de estabilidad, hacía que estuviesen mal seguras
las propiedades y las personas, y que así como eran invadidas aquéllas, fueran
éstas privadas de su libertad. Por manera que era menester evitar que no
hiciese ahora la violencia de los particulares, lo que antes hacían las
costumbres y la legislación.
Así vemos que en el canon 3 del concilio de Lyón, celebrado por
los años de 566, se excomulga a los que retienen injustamente en la
esclavitud a personas libres; en el canon 17 del de
Reims, celebrado en el año 625, se prohíbe bajo pena de excomunión el
perseguir a personas libres para reducirlas a esclavitud; en el canon 27 del
de Londres, celebrado en el año 1012, se prohíbe la bárbara costumbre de hacer
comercio de hombres cual si fueran brutos animales; y en el capítulo 7 del
concilio de Coblenza, celebrado en el año 922, se declara reo de homicidio al
que seduce a un cristiano para venderlo.
158
Declaración notable, en que la libertad es tenida en tanto precio, que se la
equipara con la vida.
Otro
de los medios de que se valió la Iglesia para ir aboliendo la esclavitud, fue
el dejar a los infelices que por su pobreza hubiesen caído en ese estado,
camino abierto para salir de él. Ya he notado más arriba, que la indigencia era
una de las fuentes de la esclavitud; y hemos visto el pasaje de Julio César, en
que nos dice cuán general era esto entre los galos. Sabido es también que por
el derecho antiguo, el que había caído en la esclavitud, no podía recuperar su
libertad sino conforme a la voluntad de su amo; pues que siendo el esclavo una
verdadera propiedad, nadie podía disponer de ella sin consentimiento del dueño,
y mucho menos el mismo esclavo.
Este
derecho era muy corriente supuestas las doctrinas paganas, pero el Cristianismo
miraba la cosa con otros ojos; y si el esclavo era una propiedad, no dejaba por
esto de ser hombre. Así fue que la Iglesia no quiso seguir en este punto las
estrictas reglas de las otras propiedades; y en mediando alguna duda, o en
ofreciéndose alguna oportunidad, siempre se ponía de parte del esclavo.
Previas
estas consideraciones, se comprenderá todo el mérito de un nuevo derecho que
introdujo la Iglesia, cual es que las personas
libres que hubiesen sido vendidas o empeñadas por necesidad, tornasen a su
estado primitivo, en devolviendo el precio que hubiesen recibido.
Este
derecho que se halla expresamente consignado en un concilio de Francia,
celebrado por los años de 616, según se cree, en Boneuil, abrió anchurosa
puerta para recobrar la libertad: pues que a más de dejar en el corazón del
esclavo la esperanza, con la que podía discurrir y practicar en medios para
obtener el rescate, hacía la libertad dependiente de la voluntad de cualquiera,
que compadecido de la suerte de un desgraciado, quisiese pagar o adelantar la
cantidad necesaria. Recuérdese ahora lo que se ha notado sobre el ardiente celo
despertado en tantos corazones para esa clase de obras, y que los bienes de la
Iglesia se daban por muy bien empleados siempre que podían acudir al socorro de
un infeliz, y se verá la influencia incalculable que había de tener la
disposición que se acaba de mentar; se verá que esto equivalía a cegar uno de
los más abundante manantiales de la esclavitud, y abrir a la libertad un
anchuroso camino.
Sistema seguido por la Iglesia con respecto a los esclavos de los
judíos. Motivos que impulsaban a la Iglesia a la manumisión de sus esclavos. Su
indulgencia en este punto. Su generosidad para con sus libertos. Los esclavos
de la Iglesia eran considerados como consagrados a Dios. Saludables efectos de
esta consideración. Se concede libertad a los esclavos que querían abrazar la
vida monástica. Efectos de esta práctica. Conducta de la Iglesia en la
ordenación de los esclavos. Represión de abusos que en esta parte se
introdujeron. Disciplina de la Iglesia de España sobre este particular.
NO
dejó también de contribuir a la abolición de la esclavitud la conducta de la
Iglesia con respecto a los judíos. Ese pueblo singular, que lleva en su frente
la marca de un proscrito, que anda disperso entre todas las naciones, sin
confundirse con ellas, como nadan enteras en un líquido las porciones de una materia
insoluble, procura mitigar su infortunio acumulando tesoros, y parece que se
venga del desdeñoso aislamiento en que le dejan los otros pueblos, chupándoles
la sangré con crecidas usuras.
En
tiempos de grandes trastornos y calamidades que por necesidad debían de
acarrear la miseria, podía campear a sus anchuras el detestable vicio de una
codicia desapiadada; y recientes como eran la dureza y crueldad de las
antiguas leyes y costumbres sobre la suerte de los deudores, no estimado aún en
su justa medida todo el valor de la libertad, no faltando ejemplos de algunos
que la vendían para salir de un apuro, era urgente evitar el riesgo y no
consentir que tornase sobrado incremento el poderío de las riquezas de los
judíos en perjuicio de la libertad de los cristianos.
Que no
era imaginario el peligro, demuéstralo el mal nombre que desde muy antiguo
llevan los judíos en la materia; y lo confirman los hechos que todavía se están
presenciando en nuestros tiempos. El célebre Herder, en su Adrastea, se atreve
a pronosticar que los hijos de Israel llegarán con el tiempo, a fuerza de su
conducta sistemática y calculada, a reducir a los cristianos a no ser más que
esclavos suyos : si pues en circunstancias infinitamente menos favorables a los
judíos, cabe que hombres distinguidos abriguen semejantes temores, ¿qué no
debía recelarse de la codicia inexorable de los judíos en los desgraciados
tiempos a que nos referimos?
160
Por estas consideraciones, un observador imparcial, un observador que no esté
dominado del miserable prurito de salir abogando por una secta cualquiera, con
tal que pueda tener la complacencia de inculpar a la Iglesia católica, aun
cuando sea en contra de los intereses de la humanidad, un observador que no
pertenezca a la clase de aquéllos que no se alarmarían tanto de una irrupción
de cafres como de una disposición en que la potestad eclesiástica parezca
extender algún tanto el círculo de sus atribuciones, un observador que no sea
tan rencoroso, tan pequeño, tan miserable, verá, no con escándalo, sino con
mucho gusto, que la Iglesia seguía con prudente vigilancia los pasos de los
judíos, aprovechando las ocasiones que se ofrecían, para favorecer a los
esclavos cristianos, y llegando al fin a madurar el negocio hasta prohibirles
el tenerlos.
El tercer concilio de Orleáns, celebrado en el año 538, en su canon 13,
prohíbe a los judíos el obligar a los esclavos cristianos a cosas opuestas a la
religión de Jesucristo. Esta disposición que aseguraba al esclavo
la libertad en el santuario de su conciencia, le hacía respetable a los ojos de
su propio dueño, y era una proclamación solemne de la dignidad del hombre, en
que se declaraba que la esclavitud no podía extender sus dominios a la sagrada
región del espíritu.
Esto
sin embargo no bastaba, sino que era conveniente facilitar a los esclavos de
los judíos el recobro de la libertad. Sólo habían pasado tres años cuando se
celebró el 49 concilio en Orleáns, y es notable lo que se adelantó
en éste con respecto al anterior : pues que en su canon 30 permite rescatar a
los esclavos cristianos, que huyan a la Iglesia, con tal que se pague a los
dueños judíos el precio correspondiente. Si bien se mira, una disposición
semejante debía producir abundantes resultados en favor de la libertad, dando
asa a los esclavos cristianos para que huyesen a la Iglesia, e implorando desde
allí la caridad de sus hermanos, lograsen más fácilmente que se les socorriera
con el precio del rescate.
El
mismo concilio en su canon 31 dispone que el judío que pervierta a un esclavo
cristiano sea condenado a perder todos sus esclavos. Nueva sanción a la
seguridad de la conciencia del esclavo, nuevo camino abierto por donde pudiera
entrar la libertad.
Iba la
Iglesia avanzando con aquella unidad de plan, con aquella constancia admirable
que han reconocido en ella sus mismos enemigos; y en el breve espacio que media
entre la época indicada y el último tercio del mismo siglo, se deja notar el
adelanto, pues se encuentra en las disposiciones canónicas mayor empresa, y si
podemos expresarnos así, mayor osadía. En el concilio de macón, celebrado en el
año 581 o 582, en su canon 16 llega a prohibir expresamente a los judíos el
tener esclavos cristianos : y a los existentes permite rescatarlos pagando 12
sueldos.
161 La
misma prohibición encontramos en el canon 14 del concilio de Toledo, celebrado
en el año 589; por manera que en esta época manifestaba la Iglesia sin rebozo
cuál era su voluntad : no quería absolutamente que un cristiano fuese
esclavo de un judío.
Constante
en su propósito atajaba el mal por todos los medios posibles, limitando si era
menester la facultad de vender los esclavos, en ocurriendo peligro de que
pudieran caer en manos de los judíos. Así vemos que en el canon 9 del concilio
de Chalóns, celebrado en el 650, se prohíbe vender esclavos cristianos fuera
del reino de Clodoveo, con la mira de que no caigan en poder de los judíos.
No
todos comprendían el espíritu de la Iglesia en este punto, ni secundaban
debidamente sus miras, pero ella no se cansaba de repetirlas y de inculcarlas.
A
mediados del siglo VII se nota que en España no faltaban seglares y aun
clérigos, que vendieran sus esclavos cristianos a los judíos; pero acude desde
luego a reprimir este abuso el concilio 10 de Toledo, tenido en el año 656,
prohibiendo en su canon 7 que los cristianos, y principalmente los clérigos,
vendan sus esclavos a judíos; “porque, añade
bellamente el concilio, no se puede ignorar que estos esclavos fueron redimidos
con la sangre de Jesucristo, por cuyo motivo antes se los debe comprar que
venderlos”.
Esa inefable
dignación de un Dios hecho hombre, vertiendo la sangre por la redención de
todos los hombres, era el más poderoso motivo que inducía a la Iglesia a
interesarse con tanto celo en la manumisión de los esclavos; y en efecto no se
necesitaba más para concebir aversión a desigualdad tan afrentosa, que pensar
cómo aquellos mismos hombres, abatidos hasta el nivel de los brutos, habían sido objeto de las miradas bondadosas del
Altísimo, lo mismo que sus dueños, lo mismo que los monarcas más poderosos de
la tierra.
“Ya que nuestro Redentor, decía el Papa San Gregorio, y Creador de todas
las cosas, se dignó propicio tomar carne humana, para que roto con la gracia de
su divinidad el vínculo de la servidumbre que nos tenía en cautiverio, nos
restituyese a la libertad primitiva, es obra saludable el restituir por la
manumisión su nativa libertad a los hombres, pues que en su principio a todos
los crió libres la naturaleza, y sólo fueron sometidos al yugo de la
servidumbre por el derecho de gentes”. (L. 5. ep. 12).
Siempre
juzgó la Iglesia muy necesario el limitar todo lo posible la enajenación de sus
bienes; y puede asegurarse que en general fue regla de su conducta en esta
materia, confiar poco en la discreción de ninguno de los ministros, tomados en
particular.
162
Obrando de esta manera se proponía evitar las dilapidaciones, que de otra
suerte hubieran sido frecuentes, estando esos bienes desparramados por todas
partes, y encontrándose a cargo de ministros escogidos de todas las clases del
pueblo, y expuestos a la diversidad de influencias que consigo llevan las
relaciones de parentesco, de amistad, y mil y mil otras circunstancias, efecto
de la variedad de índole, de conocimientos, de prudencia, y aun de tiempos,
climas y lugares: por esto se mostró recelosa la Iglesia en punto a conceder la
facultad de enajenar; y si venía al caso, sabía desplegar saludable rigor
contra los ministros que olvidasen sus deberes, dilapidando los bienes que
tenían encomendados.
A
pesar de todo esto, ya hemos visto que no reparaba en semejantes
consideraciones cuando se trataba de la redención de cautivos, y se puede
también manifestar que en lo tocante a la propiedad que consistía en esclavos,
miraba la cosa con otros ojos, y trocaba su rigor en indulgencia.
Bastaba
que los esclavos hubiesen servido bien a la Iglesia para que los obispos
pudiesen concederles la libertad, donándoles también alguna cosa para su
manutención. Este juicio sobre el mérito de los esclavos se encomendaba, según
parece, a la discreción del obispo; y ya se ve que semejante disposición abría
ancha puerta a la caridad de los prelados, así como por otra parte estimulaba a
los esclavos a observar un comportamiento que les mereciese tan precioso
galardón.
Como
podía ocurrir que el obispo sucesor levantando dudas sobre la suficiencia de
los motivos que habían inducido al antecesor a dar libertad a un esclavo,
quisiese disputársela, estaba mandado que los obispos respetasen en esta parte
las disposiciones de sus antecesores; no tan sólo dejando en libertad a los
manumitidos, sino también no quitándoles lo que el obispo les hubiera señalado,
fuese en tierras, viñas, o habitación.
Así lo
encontramos ordenado en el canon 7 del concilio de Agde, en Languedoc,
celebrado en el año 506. Ni obsta el que en otros lugares se prohíba la
manumisión, pues que en ellos se habla en general, y no concretándose al caso
en que los esclavos fuesen beneméritos.
Las
enajenaciones o empeños de los bienes eclesiásticos hechos por un obispo que no
dejase nada al morir, debían revocarse; y ya se echa de ver que la misma
disposición está indicando que se trata de aquellos casos en que el obispo
hubiese obrado con infracción de los cánones; mas, a pesar de esto, si sucedía
que el obispo hubiese dado libertad a algunos esclavos, encontramos que se contemplaba
el rigor, previniéndose que los manumitidos continuasen gozando de su libertad
163
Así lo ordenó el concilio de Orleáns, celebrado en el año 541, en su canon 9;
dejando tan sólo a los manumitidos el cargo de prestar sus servicios a la
Iglesia : servicios que, como es claro, no serían otros que los de los libertos
y que por otra parte eran también recompensados con la protección que a los de
esta clase dispensaba la Iglesia.
Como
un nuevo indicio de la indulgencia en punto a los esclavos, puede también
citarse el canon 10 del concilio del Celchite (Celychytense) en Inglaterra,
celebrado en el año 816, canon de que nada menos resultaba, sino quedar libres
en pocos años todos los siervos ingleses de las iglesias, en los países donde
se observase; pues que disponía que a la muerte de un obispo se diese libertad
a todos sus siervos ingleses, añadiendo que cada uno de los demás obispos y
abades debía manumitir tres siervos, dándoles a cada uno tres sueldos.
Semejantes
disposiciones iban allanando el camino para adelantar más y más lo comenzado,
preparando las cosas y los ánimos de manera que pasando algún tiempo pudieran
presenciarse escenas tan generosas como la del concilio de Armach en 1171, en que se dió libertad a todos los ingleses que
se hallaban esclavos en Irlanda.
Estas
condiciones ventajosas de que disfrutaban los esclavos de la Iglesia eran de
mucho más valor, a causa de una disciplina que se había introducido, que se las
hacía inadmisibles. Si los esclavos de la Iglesia hubieran podido pasar a manos
de otros dueños, venido este caso, se habrían hallado sin derecho a los
beneficios que recibían los que continuaban bajo su poder; pero felizmente
estaba prohibido el permutar esos esclavos por otros; y si salían del poder de
la Iglesia, era quedando en libertad. De esta disciplina tenemos un expreso
testimonio en las Decretales de Gregorio IX (1. 3. t. 19. c. 3 y 4)y es notable
que en el documento que allí se cita, son tenidos los esclavos de la Iglesia,
como consagrados a Dios, fundándose en esto la disposición de que no puedan
pasar a otras manos, y que no salgan de la Iglesia, a no ser para la libertad.
Se ve
también allí mismo, que los fieles, en remedio de su alma, solían ofrecer los
esclavos a Dios y a sus santos; y pasando así al poder de la Iglesia quedaban
fuera del comercio común, sin que pudiesen volver a servidumbre profana. El
saludable efecto que debían producir esas ideas y costumbres, no es menester
ponderarlo: basta observar que el espíritu de la
época era altamente religioso, y que todo cuanto se asía del áncora de la
religión estaba seguro de salir a puerto.
164 La
fuerza de las ideas religiosas que se andaban desenvolviendo cada día,
dirigiendo su acción a todos los ramos, se enderezaba muy particularmente a
sustraer por todos los medios posibles al hombre del yugo de la esclavitud. A
este propósito es muy digno de notarse una disposición canónica del tiempo de San Gregorio el Grande.
En un
concilio de Roma, celebrado en el año 597, y presidido por este Papa, se abrió
a los esclavos una nueva puerta para salir de su abyecto estado, concediéndoles
que recobrasen la libertad aquéllos que quisiesen abrazar la vida monástica.
Son dignas de notarse las palabras del santo Papa, pues que en ellas se
descubre el ascendiente de los motivos religiosos, y cómo iban prevaleciendo
sobre todas las consideraciones e intereses mundanos. Este importante documento se encuentra entre las
Epístolas de San Gregorio, y se hallará en las notas al fin de este tomo.
Sería
desconocer el espíritu de aquellas épocas el figurarse que semejantes
disposiciones quedasen estériles; no era así, sino que causaban los mayores
efectos. Puédenos dar de ello una idea, lo que leemos en el Decreto de Graciano
(Distin. 54, c. 12) donde se ve que rayaba la cosa en escándalo; pues fue
menester reprimir severamente el abuso de los esclavos que huían de sus amos y
se iban con pretexto de religión a los monasterios; lo que daba motivo a que se
levantasen por todas partes quejas y clamores.
Como
quiera, y aun prescindiendo de lo que nos indican esos abusos, no es difícil
conjeturar que no dejaría de cogerse abundante fruto, ya por procurarse la
libertad de muchos esclavos, ya también porque los realzaría en gran manera a
los ojos del mundo, el verlos pasar a un estado, que luego fue tomando creces,
y adquiriendo inmenso prestigio y poderosa influencia.
Contribuirá
no poco a darnos una idea del profundo cambio que por esos medios se iba
obrando en la organización social, el pararnos un momento a considerar lo que
acontecía con respecto a la ordenación de los esclavos. La disciplina de la
Iglesia sobre este punto era muy consecuente con sus doctrinas. El esclavo era
un hombre como los demás, y por esta parte podía ser ordenado lo mismo que el
primer magnate; pero mientras estaba sujeto a la potestad de su dueño, carecía
de la independencia necesaria a la dignidad del augusto ministerio, y por esta
razón se exigía que el esclavo no pudiese ser ordenado, sin ser antes puesto en
libertad.
Nada más razonable, más justo ni más prudente que esta limitación en una
disciplina, que por otra parte era tan noble y generosa; en esa disciplina, que
por sí sola era una protesta elocuente en favor de la dignidad del hombre, una
solemne declaración de que por tener la desgracia de estar sufriendo la esclavitud,
no quedaba rebajado del nivel de los demás hombres, pues que la Iglesia no
tenía a mengua el escoger sus ministros entre los que habían estado sujetos a
la servidumbre; disciplina altamente humana y generosa, pues que colocando en
esfera tan respetable a los que habían sido esclavos, tendía a disipar las
preocupaciones contra los que se hallaban en dicho estado, y labraba relaciones
fuertes y fecundas entre los que a él pertenecían y la más acatada clase de los
hombres libres.
165 En
esta parte llama sobremanera la atención el abuso que se había introducido de
ordenar a los esclavos sin consentimiento de sus dueños : abuso muy contrario
en verdad a los sagrados cánones, y que fue reprimido con laudable celo por la
Iglesia, pero que sin embargo no deja de ser muy, útil al observador
para apreciar debidamente el profundo efecto que andaban produciendo las ideas
e instituciones religiosas.
Sin
pretender disculpar en nada lo que en eso hubiera de culpable, bien se puede
hacer también mérito del mismo abuso; pues que los abusos muchas veces no son
mas que exageraciones de un buen principio. Las ideas religiosas estaban mal
avenidas con la esclavitud; ésta se hallaba sostenida por las leyes, y de aquí
esa lucha incesante que se presentaba bajo diferentes formas, pero siempre
encaminada al mismo blanco, a la emancipación universal.
Con
mucha confianza se puede emplear en la actualidad ese linaje de argumentos, ya
que los mas horrendos atentados de las revoluciones los hemos visto excusar con
la mayor indulgencia, sólo en gracia de los principios de que estaban imbuidos
los revolucionarios, y de los fines que llevaba la revolución que eran el
cambiar enteramente la organización social.
Curiosa
es la lectura de los documentos que sobre este abuso nos han quedado, que
pueden leerse por extenso al fin de este volumen, sacados del Decreto de
Graciano (Dist. 54, c. 9, 10, 11, 12). Examinándolos con detenimiento se echa
de ver:
1° que
el número de esclavos que por este medio alcanzaban libertad era muy numeroso,
pues que las quejas y los clamores que en contra se levantan son generales;
2°que
los obispos estaban por lo común a favor de los esclavos, que llevaban muy
lejos su protección, y que procuraban realizar de todos modos las doctrinas de
igualdad, pues que se afirma allí mismo, que casi ningún obispo estaba exento
de caer en esa reprensible condescendencia;
3° que
los esclavos, conociendo ese espíritu de protección, se apresuraban a
deshacerse de las cadenas, y arrojarse en brazos de la Iglesia;
4° que
ese conjunto de circunstancias debía de producir en los ánimos un movimiento
muy favorable a la libertad, y que entablada tan afectuosa correspondencia
entre los esclavos y la Iglesia, a la sazón tan poderosa e influyente, debió de
resultar que la esclavitud se debilitase rápidamente, caminando los pueblos a
esa libertad que siglos adelante vemos llevada a complemento.
166 La
Iglesia de España, a cuyo influjo civilizador han tributado tantos elogios
hombres por cierto poco adictos al Catolicismo, manifestó también en esta parte
la altura de sus miras y su consumada prudencia. Siendo tan grande como hemos
visto el celo caritativo a favor de los esclavos, y tan decidida la tendencia a
elevarlos al sagrado ministerio, era conveniente dejar un desahogo a ese impulso
generoso, conciliándole en cuanto era dable, con lo que demandaba la santidad
del ministerio. A este doble objeto se encaminaba sin duda la disciplina que se
introdujo en España de. permitir la ordenación de los esclavos de la
Iglesia, manumitiéndolos antes, como lo dispone el canon 74 del 49
concilio de Toledo, celebrado en el año 633, y como se deduce también del canon
11 del 9º concilio también de Toledo, celebrado en el año 655, donde
se manda que los obispos no puedan introducir en el clero a los siervos de la
Iglesia sin haberles dado antes libertad.
Es
notable que esta disposición se ensanchó en el canon 18 del concilio de Mérida,
celebrado en el año 666, donde se
concede hasta a los curas párrocos, el escoger para sí clérigos entre los
siervos de su iglesia, con la obligación empero de mantenerlos según sus
rentas.
Con
esta disciplina, sin cometer ninguna injusticia, se salvaban todos los
inconvenientes que podía traer consigo la ordenación de los esclavos; y además
se conseguían muy benéficos resultados por una vía más suave: porque
ordenándose siervos de la misma iglesia, era más fácil que se los pudiera
escoger con tino, echando mano de aquéllos que más lo merecieran por sus dotes
intelectuales y morales; se abría también ancha puerta para que pudiese la
Iglesia emancipar sus siervos, haciéndolo por un conducto tan honroso cual era
el de inscribirlos en el número de sus ministros; y finalmente se daba a lo
lejos un ejemplo muy saludable, pues que si la Iglesia se desprendía tan
generosamente de sus esclavos, y era en este punto tan indulgente que sin
limitarse a los obispos, extendía la facultad hasta a los curas párrocos, no
debía tampoco ser tan doloroso a los seglares el hacer algún sacrificio de sus
intereses en pro de la libertad de aquéllos que pareciesen llamados a tan santo
ministerio.
Doctrinas de San Agustín sobre la esclavitud. Importancia de esas
doctrinas para acarrear su abolición. Se impugna a Guizot. Doctrinas de Santo
Tomás sobre la misma materia. Matrimonio de los esclavos. Disposición del
derecho canónico sobre ese matrimonio. Doctrina de Santo Tomás sobre este
punto. Resumen de los medios empleados por la Iglesia para la abolición de la
esclavitud. Impugnase a Guizot. Se manifiesta que la abolición de la esclavitud
es debida exclusivamente al Catolicismo. Ninguna parte tuvo en esta grande obra
el Protestantismo.
Así
ANDABA la Iglesia deshaciendo por mil y mil medios la cadena de la servidumbre,
sin salirse empero nunca de los límites señalados por la justicia y la prudencia:
así procuraba que desapareciese de entre los cristianos ese estado degradante
que de tal modo repugnaba a sus grandiosas ideas sobre la dignidad del hombre,
a sus generosos sentimientos de fraternidad y de amor.
Dondequiera
que se introduzca el Cristianismo, las cadenas de hierro se trocarán en suaves
lazos, y los hombres abatidos podrán levantar con nobleza su frente. Agradable
es sobremanera el leer lo que pensaba sobre este punto uno de los más grandes
hombres del cristianismo: San Agustín. (De Civit. Dei, 1. 19, 14, 15,
16).
Después de haber sentado en pocas palabras la obligación que tiene el
que manda, sea padre, marido o señor, de mirar por el bien de aquél a quien
manda, encontrando así uno de los cimientos de la obediencia en la misma utilidad
del que obedece; después de haber dicho que los justos no mandan por prurito ni
soberbia, sino por el deber y deseo de hacer bien a sus súbditos: neque
enini dominarsdi cupiditate iniperant, sed of ficio consulendi, nec
praecipiendi superbia, sed providendi misericordia; después de haber
proscrito con tan nobles doctrinas toda opinión que se encaminara a la tiranía,
o que fundase la obediencia en motivos de envilecimiento; como si temiese
alguna réplica contra la dignidad del hombre, se enardece de repente su grande
alma, aborda de frente la cuestión, la eleva a su altura más encumbrada, y
desatando sin rebozo los nobles pensamientos que hervían en su frente, invoca
en su favor el orden de la naturaleza y la voluntad del mismo Dios, exclamando:
“así lo prescribe el orden natural, así crió
Dios al hombre; díjole que dominara a los peces del mar, a las aves del cielo y
a los reptiles que se arrastran sobre la tierra. La criatura racional hecha
a su semejanza, no quiso que dominase sino a los irracionales, no el hombre al
hombre, sino el hombre al bruto”
168 Este
pasaje de San Agustín es uno de aquellos briosos rasgos que se encuentran en
los escritores de genio, cuando atormentados por la vista de un objeto
angustioso sueltan la rienda a la generosidad de sus ideas y sentimientos,
expresándose con osada valentía.
El
lector asombrado con la fuerza de la expresión, busca suspenso y sin aliento lo
que está escrito en las líneas que siguen, como abrigando un recelo de que el
autor no se haya extraviado, seducido por la nobleza de su corazón, y
arrastrado por la fuerza de su genio; pero se siente un placer inexplicable
cuando se descubre que no se ha apartado del camino de la sana doctrina, sino
que únicamente ha salido cual gallardo atleta, a defender la causa de la razón,
de la justicia y de la humanidad.
Tal se
nos presenta aquí San Agustín: la vista de tantos desgraciados como gemían en
la esclavitud, víctimas de la violencia y caprichos de los amos, atormentaba su
alma generosa; mirando al hombre a la luz de la razón y de las doctrinas
cristianas, no encontraba motivo por que hubiese de vivir en tanto
envilecimiento una porción tan considerable del humano linaje; y por esto
mientras proclama las doctrinas que acabo de indicar, lucha por encontrar el
origen de tamaña ignominia, y no hallándola en la naturaleza del hombre, la
busca en el pecado, en la maldición.
“Los primeros juntos, dice, fueron más bien constituidos
pastores de ganados que no reyes de hombres, dándonos Dios a entender con esto
lo que pedía el orden de las criaturas, y lo que exigía la pena del pecado;
pues que la condición de la servidumbre fue con razón impuesta al pecador; y
por esto no encontramos en las Escrituras la palabra siervo hasta que el justo
Noé la arrojó como un castigo sobre su hijo culpable. De lo que se sigue que
este nombre vino de la culpa, no de la naturaleza”.
Este
modo de mirar la esclavitud como hija del pecado, como un fruto de la maldición
de Dios, era de la mayor importancia; pues que dejando salva la dignidad de la
naturaleza del hombre, atajaba de raíz todas las preocupaciones de superioridad
natural que en su desvanecimiento pudieran atribuirse los libres.
Quedaba
también despojada la esclavitud del valor que podía darle el ser mirada como un
pensamiento político, o medio de gobierno; pues sólo se debía considerarla como
una de tantas plagas arrojadas sobre la humanidad por la cólera del Altísimo.
En tal caso los esclavos tenían un motivo de resignación, pero la arbitrariedad
de los amos encontraba un freno, la compasión de todos los libres un estímulo;
pues que habiendo nacido todos en culpa, todos hubieran podido hallarse en
igual estado; y si se envanecían por no haber caído en él, no tenían más razón
que quien se gloriase en medio de una epidemia, de haberse conservado sano, y
se creyese por eso con derecho de insultar a los infelices enfermos.
169 En
una palabra, el estado de la esclavitud era una plaga y nada más; era como la
peste, la guerra, el hambre u otras semejantes; y por esta causa era deber de
todos los hombres el procurar por de pronto aliviarla, y el trabajar para
abolirla.
Semejantes
doctrinas no quedaban estériles; proclamadas a la faz del mundo, resonaban
vigorosamente por los cuatro ángulos del orbe católico: y a más de ser puestas
en práctica como lo acabamos de ver en ejemplos innumerables, eran
conservadas como una teoría preciosa al través del caos de los tiempos.
Habían pasado ocho siglos, y las vernos reproducidas por otra de las lumbreras
más resplandecientes de la Iglesia Católica: Santo Tomás de Aquino (1 P. Q. 96,
art. 4.). En la esclavitud no ve tampoco ese grande hombre ni diferencia de
razas, ni la inferioridad imaginaria, ni medios de gobierno; no acierta a
explicársela de otro modo que considerándola como una plaga acarreada a la
humanidad por el pecado del primer hombre.
Tanta
es la repugnancia con que ha sido mirada entre los cristianos la esclavitud, tan falso es lo que asienta M. Guizot de que “a la sociedad
cristiana no la confundiese ni irritase ese estado”.
Por
cierto que no hubo aquella confusión e irritación ciegas, que salvando todas
las barreras; no reparando en lo que dicta la justicia y aconseja la prudencia,
se arrojan sin tino a borrar la marca de abatimiento e ignominia; pero si se
habla de aquella confusión e irritación que resultan de ver oprimido y
ultrajado al hombre, que no están empero reñidas con una santa resignación y
longanimidad, y que sin dar treguas a la acción de un celo caritativo, no
quieren sin embargo precipitar los sucesos, antes los preparan maduramente para
alcanzar efecto más cumplido; si hablamos de esta santa confusión e irritación,
¿Cabe
mejor prueba de ella que los hechos que he citado, que las doctrinas que he
recordado?
¿Cabe
protesta más elocuente contra la duración de la esclavitud que la doctrina de
los dos insignes doctores, que como acabarnos de ver, la declararon un fruto de
maldición, un castigo de la prevaricación del humano linaje, que no la pueden
concebir sino poniéndola en la misma línea de las grandes plagas que afligen a
la humanidad?
Las
profundas razones que mediaron para que la Iglesia recomendase a los esclavos
la obediencia, bastante las llevo evidenciadas, y no puede haber nadie
imparcial que se lo achaque a olvido de los derechos del hombre. Ni se crea por
eso que faltase en la sociedad cristiana la firmeza necesaria para decir la
verdad toda entera, con tal que fuera verdad saludable.-
170
Tenemos de ello una prueba en lo que sucedió con respecto al matrimonio de los
esclavos: sabido es que no era reputado como tal, y que ni aun podían
contraerle sin el consentimiento de sus amos, so pena de considerarse como
nulo. Había en esto una usurpación que luchaba abiertamente con la razón y la
justicia; ¿qué hizo, pues, la Iglesia? Rechazó sin rodeos tamaña usurpación.
Oigamos si no lo que decía el Papa Adriano 1: “Según las palabras del Apóstol,
así como en Cristo Jesús no se ha de remover de los sacramentos de la Iglesia
ni al libre ni al esclavo, así tampoco entre los esclavos no deben de ninguna
manera prohibirse los matrimonios; y si los hubieren contraído
contradiciéndolo y repugnándolo los amos, de ninguna manera se deben por eso
disolver”. (De conjug. serv. 1. 4, t. 9, c. 1). Esta disposición que aseguraba la libertad de los
esclavos en uno de los puntos más importantes, no debe ser tenida como limitada
a determinadas circunstancias; era algo más, era una proclamación de su
libertad en esta materia, era que la Iglesia no quería consentir que el hombre
estuviera al nivel de los brutos, viéndose forzado a obedecer al capricho o al
interés de otro hombre, sin consultar siquiera los sentimientos del corazón.
Así lo entendía Santo Tomás, pues que sostiene abiertamente que en punto a
contraer matrimonio, no deben los esclavos obedecer a sus dueños (2?-. 2-, Q.
104, art. S.)
En el
rápido bosquejo que acabo de trazar, he cumplido, según creo, con lo que al
principio insinué: de que no adelantaría una proposición que no la apoyara en
irrecusables documentos, sin dejarme extraviar por el entusiasmo a favor del
Catolicismo, hasta atribuirle lo que no le pertenezca.
Velozmente,
a la verdad, hemos atravesado el caos de los siglos; pero se nos han presentado
en diversísimos tiempos y lugares pruebas convincentes de que el Catolicismo es
quien ha abolido la esclavitud, a pesar de las ideas, de las costumbres, de los
intereses, de la leves que formaban un repare, al parecer invencible; y todo
sin injusticias, sin violencias, sin trastornos, y todo con la más exquisita
prudencia, con la más admirable templanza.
Hemos
visto a la Iglesia Católica desplegar contra la esclavitud un ataque tan vasto,
tan variado, tan eficaz, que para quebrantarse la ominosa cadena no se ha
necesitado siquiera un golpe violento; sino que expuesta a la acción de
poderosísimos agentes, se ha ido aflojando, deshaciendo hasta caerse a pedazos.
Primero se enseñan en alta voz las verdaderas doctrinas sobre la dignidad del
hombre, se marcan las obligaciones de los amos y de los esclavos, se los
declara iguales ante Dios, reduciéndose a polvo las teorías degradantes que
manchan los escritos de los mayores filósofos de la antigüedad; luego se
empieza la aplicación de las doctrinas, procurando suavizar el trato de los
esclavos, se lucha con el derecho atroz de vida y muerte, se le abren por asilo
los templos, no se permite que a la salida sean maltratados, y se trabaja por
sustituir a la vindicta privada la acción de los tribunales; al propio tiempo
se garantiza la libertad de los manumitidos enlazándola con motivos religiosos,
se defiende con tesón y solicitud lo de los ingenuos, se procura cegar las
fuentes de la esclavitud, ora desplegando vivísimo celo por la redención de los
cautivos, ora saliendo al paso a la codicia de los judíos, ora abriendo
expeditos senderos por donde los vendidos pudiesen recobrar la libertad.
Se da
en la Iglesia el ejemplo de la suavidad y del desprendimiento, se facilita la
emancipación admitiendo a los esclavos en los monasterios y en estado
eclesiástico, y por otros medios que iba sugiriendo la caridad: y así a pesar
del hondo arraigo que tenía la esclavitud en la sociedad antigua, a pesar del
trastorno traído por la irrupción de los bárbaros, a pesar de tantas guerras y
calamidades de todos géneros, con que se inutilizaba en gran parte el efecto de
toda acción reguladora y benéfica, se vió no obstante que la esclavitud, esa
lepra que afeaba a las civilizaciones antiguas, fué disminuyéndose rápidamente
en las naciones cristianas, hasta que al fin desapareció.
No se
descubre por cierto un plan concebido y concertado por los hombres; mas por lo
mismo que sin ese plan se nota tanta unidad de' tendencias, tanta identidad de
miras, tanta semejanza en los medios, hay, una prueba mas evidente
del espíritu civilizador y libertador entrañado por el Catolicismo; y los
verdaderos observadores se complacerán sin duda en ver en el cuadro que acabo
de presentar, cuál concuerdan admirablemente en dirigirse al mismo blanco, los
tiempos del imperio, los de la irrupción de los bárbaros, y los de la época del
feudalismo; y más que en aquella mezquina regularidad que distingue lo que es
obra exclusiva del hombre, se complacerán, repito, los verdaderos observadores,
en andar recogiendo los hechos desparramados en aparente desorden, desde los
bosques de la Germania hasta las campiñas de la Bética, desde las orillas del
Támesis hasta las márgenes del Tíber.
Estos
hechos yo no los he fingido: anotadas van las épocas, citados los concilios; al
fin de este volumen encontrará el lector originales y, por extenso, los textos
que aquí he extractado y resumido; y allí podrá cerciorarse plenamente que no
le he engañado.
172
Que si tal hubiera sido mi intención, a buen seguro que no hubiera descendido
al terreno de los hechos: entonces habría divagado por las regiones de las
teorías, habría pronunciado palabras pomposas y seductoras, habría echado mano
de los medios más a propósito para encantar la fantasía y excitar los
sentimientos; me habría colocado en una de aquellas posiciones, en que puede un
escritor suponer a su talante cosas que jamás han existido, y lucir con harto
escaso trabajo las galas de la imaginación y la fecundidad del ingenio. Me he
impuesto una tarea algo más penosa, quizás no tan brillante, pero ciertamente
más fecunda.
Y
ahora podremos preguntar a M. Guizot cuáles han sido las otras causas, las
otras ideas, los otros principios de civilización, cuyo completo
desarrollo, según nos dice, ha sido necesario, para que triunfase al fin la
razón de la más vergonzosa de las iniquidades. Esas causas, esas ideas,
esos principios de civilización, que según él ayudaron a la Iglesia en la
abolición de la esclavitud, menester era explicarlos, indicarlos cuando menos,
que así el lector hubiera podido evitarse el trabajo de buscarlos como quien
adivina. Si no brotaron del seno de la Iglesia, ¿dónde estaban? ¿Estaban en los
restos de la civilización antigua? Pero los restos de una civilización
desastrosa, y casi aniquilada, ¿podrían hacer lo que no hizo, ni pensó hacer
jamás, esa misma civilización cuando se hallaba en todo su vigor, pujanza y
lozanía? ¿Estaban quizás en el individualismo de los bárbaros, cuando este
individualismo era inseparable compañero de la violencia, y por consiguiente
debía ser una fuente de opresión y esclavitud?
¿Estaban
quizás en el patronazgo militar, introducido, según Guizot, por los mismos
bárbaros, que puso los cimientos de esa organización aristocrática, convertida
más tarde en feudalismo? Pero ¿qué tenía que ver ese patronazgo con la
abolición de la esclavitud, cuando era lo más a propósito para perpetuarla en
los indígenas de los países conquistados, y extenderla a una porción
considerable de los mismos conquistadores?
¿Dónde
está, pues, una idea, una costumbre, una institución, que sin ser hija del
Cristianismo, haya contribuido a la abolición cíe la esclavitud? Señálese la
época de su nacimiento, el tiempo de su desarrollo, muéstresenos que no tuvo su
origen en el cristianismo, y entonces confesaremos que él no puede pretender
exclusivamente el honroso título de haber abolido estado tan degradante; y no
dejaremos por eso de aplaudir y ensalzar aquella idea, costumbre o institución,
que haya tomado una parte en la bella y grandiosa empresa de libertar a la
humanidad.
Y
ahora bien se puede preguntar a las iglesias protestantes, a esas hijas
ingratas que después de haberse separado del seno de su madre, se empeñan en
calumniarla y afearla: ¿dónde estabais vosotras cuando la Iglesia Católica iba
ejecutando la inmensa obra de la abolición de la esclavitud?
173¿Cómo
podréis achacarle que simpatiza con la servidumbre, que trata de envilecer al
hombre, de usurparle sus derechos?
¿Podéis
vosotras presentar un título, que así os merezca la gratitud del linaje humano?
¿Qué
parte podéis pretender en esa grande obra, que es el primer cimiento que debía
echarse para el desarrollo y grandor de la civilización europea?
Solo,
sin vuestra ayuda, la llevó a cabo el Catolicismo; y solo hubiera conducido a
la Europa a sus altos destinos, si vosotras no hubierais venido a torcer la
majestuosa marcha de esas grandes naciones, arrojándolas desatentadamente por
un camino sembrado de precipicios: camino cuyo término está cubierto con densas
sombras, en medio de las cuales sólo Dios sabe lo que hay.