CARTA ENCÍCLICA
SPIRITUS PARACLITUS
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XV
BENEDICTO XV
SOBRE LA INTERPRETACIÓN
DE LA SAGRADA ESCRITURA
DE LA SAGRADA ESCRITURA
1. El Espíritu Consolador, habiendo
enriquecido al género humano en las Sagradas Letras para instruirlo en los
secretos de la divinidad, suscitó en el transcurso de los siglos numerosos
expositores santísimos y doctísimos, los cuales no sólo no dejarían infecundo
este celestial tesoro(1), sino que habían de procurar a los fieles cristianos,
con sus estudios y sus trabajos, la abundantísima consolación de las
Escrituras. El primer lugar entre ellos, por consentimiento unánime,
corresponde a San Jerónimo, a quien la Iglesia católica reconoce y venera como
el Doctor Máximo concedido por Dios en la interpretación de las Sagradas
Escrituras.
2. Próximos a celebrar el decimoquinto
centenario de su muerte, no querernos, venerables hermanos, dejar pasar una
ocasión tan favorable sin hablaros detenídamente de la gloria y de los méritos
de San Jerónimo en la ciencia de las Escrituras. Nos sentimos movido por la
conciencia de nuestro cargo apostólico a proponer a la imitación, para el
fomento de esta nobilísima disciplina, el insigne ejemplo de varón tan eximio,
y a confirmar con nuestra autoridad apostólica y adaptar a los tiempos actuales
de la Iglesia las utilísimas advertencias y prescripciones que en esta materia
dieron nuestros predecesores, de feliz memoria, León XIII y Pío X.
3. En efecto, San Jerónimo, «hombre
extraordinariamente católico y muy versado en la ley sagrada»(2), «maestro de
católicos»(3), «modelo de virtudes y maestro del mundo entero»(4), habiendo
ilustrado maravillosamente y defendido con tesón la doctrina católica acerca de
los libros sagrados, nos suministra muchas e irnportantes enseñanzas que
emplear para inducir a todos los hijos de la Iglesia, y especialmente a los
clérigos, el respeto a la Escritura divina, unido a su piadosa lectura y
meditación asidua.
4. Como sabéis, venerables hermanos, San
Jerónimo nació en Estridón, «aldea en otro tiempo fronteriza entre Dalmacia y
Pannonia»(5), y se crió desde la cuna en el catolicismo(6); desde que recibió
aquí mismo en Roma la vestidura de Cristo por el bautismo(7), empleó a lo largo
de su vida todas sus fuerzas en investigar, exponer y defender los libros
sagrados. Iniciado en las letras latinas y griegas en Roma, apenas había salido
de las aulas de los retóricos cuando, joven aún, acometió la interpretación del
profeta Abdías: con este ensayo «de ingenio pueril»(8), de tal manera creció en
él el amor de las Escrituras, que, como si hubiera encontrado el tesoro de que
habla la parábola evangélica, consideró que debía despreciar por él «todas las
ventajas de este mundo»(9). Por lo cual, sin arredrarse por las dificultades de
semejante proyecto, abandonó su casa, sus padres, su hermana y sus allegados;
renunció a su abastecida mesa y marchó a los Sagrados Lugares de Oriente, para
adquirir en mayor abundancia las riquezas de Cristo y la ciencia del Salvador
en la lectura y estudio de la Biblia(10).
5. Más de una vez refiere él mismo cuánto hubo
de sudar en el empeño: «Me consumía por un extraño deseo de saber, y no fui yo,
como algunos presuntuosos, mi propio maestro. Oí frecuentemente y traté en
Antioquía a Apolinar de Laodicea, y cuando me instruía en las Sagradas
Escrituras, nunca le escuché su reprobable opinión sobre los sentidos de la
misma»(11). De allí marchó a la región desierta de Cálcide, en la Siria
oriental, para penetrar más a fondo el sentido de la paIabra dívina y refrenar
al mismo tiempo, con la dedicación al estudio, los ardores de la juventud; allí
se hizo discípulo de un cristiano convertido del judaísmo, para aprender hebreo
y caldeo. «Cuánto trabajo empleé, cuántas dificultades hube de pasar, cuántas
veces me desanimé, cuántas lo dejé para comenzarlo de nuevo, llevado de mi
ansia de saber; sólo yo, que lo sufrí, podría decirlo, y los que convivieron
conmigo. Hoy doy gracias a Dios, porque percibo los dulces frutos de la amarga
semilla de las letras»(12).
6. Mas como las turbas de los herejes no lo
dejaron tranquilo ni siquiera en aquella soledad, marchó a Constantinopla,
donde casi por tres años tuvo como guía y maestro para la interpretación de las
Sagradas Letras a San Gregorio el Teólogo, obispo de aquella sede y famosísimo
por su ciencia; en esta época tradujo al latín las Homilías de Orígenes
sobre los Profetas y la Crónica de Eusebio, y comentó la visión de los
serafines de Isaías. Vuelto a Roma por las dificultades de la cristiandad, fue
familiarmente acogido y empleado en los asuntos de la Iglesia por el papa San
Dámaso(13). Aunque muy ocupado en esto, no dejó por ello de revolver los libros
divinos(14), de transcribir códices(15) y de informar en el conocimiento de la
Biblia a discípulos de uno y otro sexo(16), y realizó el laboriosísimo encargo
que el Pontífice le hizo de enmendar la versión latina del Nuevo Testamento,
con tal diligencia y agudeza de juicio, que los modernos conocedores de estas
materias cada día estiman y admiran más la obra jeronimiana.
7. Pero, como su atracción máxima eran los
Santos Lugares de Palestina, muerto San Dámaso, Jerónimo se retiró a Belén,
donde, habiendo construido un cenobio junto a la cuna de Cristo, se consagró
todo a Dios, y el tiempo que le restaba después de la oración lo consumía
totalmente en el estudio y enseñanza de la Biblia. Pues, como él mismo
certificaba de sí, «ya tenía la cabeza cubierta de canas, y más me correspondía
ser maestro que discípulo, y, no obstante, marché a Alejandría, donde oí a
Dídimo. Le estoy agradecido por muchas cosas. Aprendí lo que no sabía; lo que
sabía no lo perdí, aunque él enseñara lo contrario. Pensaban todos que ya había
terminado de aprender; pero, de nuevo en Jerusalén y en Belén, ¡con cuánto
esfuerzo y trabajo escuché las lecciones nocturnas de Baranías! Temía éste a
los judíos y se me presentaba como otro Nicodemo»(17).
8. Ni se conformó con la enseñanza y los
preceptos de estos y de otros maestros, sino que empleó todo género de ayudas
útiles para su adelantamiento; aparte de que, ya desde el principio, se había
adquirido los mejores códices y comentarios de la Biblia, manejó también los
libros de las sinagogas y los volúmenes de la biblioteca de Cesarea, reunidos
por Orígenes y Eusebio, para sacar de la comparación de dichos códices con los
suyos la forma original del texto bíblico y su verdadero sentido. Para mejor
conseguir esto último, recorrió Palestina en toda su extensión, persuadido como
estaba de lo que escribía a Domnión y a Rogaciano: «Más claramente entenderá la
Escritura el que haya contemplado con sus ojos la Judea y conozca los restos de
las antiguas ciudades y los nombres conservados o cambiados de los distintos
lugares. Por ello me he preocupado de realizar este trabajo con los hebreos
mejor instruidos, recorriendo la región cuyo nombre resuena en todas las
Iglesias de Cristo».
9. Jerónimo, pues, alimentó continuamente su
ánimo con aquel manjar suavísimo, explicó las epístolas de San Pablo, enmendó
según el texto griego los códices latinos del Antiguo Testamento, tradujo
nuevamente casi todos los libros del hebreo al latín, expuso diariamente las
Sagradas Letras a los hermanos que junto a él se reunían, contestó las cartas
que de todas partes le llegaban proponiéndole cuestiones de la Escritura,
refutó duramente a los impugnadores de la unidad y de la doctrina católica; y
pudo tanto el amor de la Biblia en él, que no cesó de escribir o dictar hasta
que la muerte inmovilizó sus manos y acalló su voz. Así, no perdonando trabajos,
ni vigilias, ni gastos, perseveró hasta la extrema vejez meditando día y noche
la ley del Señor junto al pesebre de Belén, aprovechando más al nombre católico
desde aquella soledad, con el ejemplo de su vida y con sus escritos, que si
hubiera consumido su carrera mortal en la capital del mundo, Roma.
10. Saboreados a grandes rasgos la vida y hechos
de Jerónimo, vengamos ya, venerables hermanos, a la consideración de su
doctrina sobre la dignidad divina y la verdad absoluta de las las crituras. En lo
cual, ciertamente, no encontraréis una página en los escritos del Doctor Máximo
por donde no aparezca que sostuvo firme y constantemente con la Iglesia
católica universal: que los Libros Sagrados, escritos bajo la inspiración del
Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales han sido entregados a la
Iglesia(18). Afirma, en efecto, que los libros de la Sagrada Biblia fueron
compuestos bajo la inspiración, o sugerencia, o insinuación, o incluso dictado
del Espíritu Santo; más aún, que fueron escritos y editados por El mismo; sin
poner en duda, por otra parte, que cada uno de sus autores, según la naturaleza
e ingenio de cada cual, hayan colaborado con la inspiración de Dios. Pues no
sólo afirma, en general, lo que a todos los hagiógrafos es común: el haber
seguido al Espíritu de Dios al escribir, de tal manera que Dios deba ser
considerado como causa principal de todo sentido y de todas las sentencias de
la Escritura; sino que, además, considera cuidadosamente lo que es propio de
cada uno de ellos. Y así particularmente muestra cómo cada uno de ellos ha
usado de sus facultades y fuerzas en la ordenación de las cosas, en la lengua y
en el mismo género y forma de decir, de tal manera que de ahí deduce y describe
su propia índole y sus singulares notas y características, principalmente de
los profetas y del apóstol San Pablo.
11. Esta comunidad de trabajo entre Dios y el
hombre para realizar la misma obra, la ilustra Jerónimo con la comparación del
artífice que para hacer algo emplea algún órgano o instrumento; pues lo que los
escritores sagrados dicen «son palabras de Dios y no suyas, y lo que por boca
de ellos dice lo habla Dios como por un instrumento»(19).
Y si preguntamos que de qué manera ha de
entenderse este influjo y acción de Dios como causa principal en el hagiógrafo,
se ve que no hay diferencia entre las palabras de Jerónimo y la común doctrina
católica sobre la inspiración, ya que él sostiene que Dios, con su gracia,
aporta a la mente del escritor luz para proponer a los hombres la verdad en nombre
de Dios; mueve, además, su voluntad y le impele a escribir; finalmente, le
asiste de manera especial y continua hasta que acaba el libro. De aquí
principalmente deduce el Santo la suma importancia y dignidad de las
Escrituras, cuyo conocimiento compara a un tesoro precioso(20) y a una rica
margarita(21), y afirma encontrarse en ellas las riquezas de Cristo(22) y «la
plata que adorna la casa de Dios»(23).
12. De tal manera exaltaba con la palabra y el
ejemplo la suprema autoridad de las Escrituras, que en cualquier controversia
que surgiera recurría a la Biblia como a la más surtida armería, y empleaba
para refutar los errores de los adversarios los testimonios de ellas deducidos
como los argumentos más sólidos e irrefragables. Así, a Helvidio, que negaba la
virginidad perpetua de la Madre de Dios, decía lisa y llanamente: «Así como no
negamos esto que está escrito, de igual manera rechazamos lo que no está
escrito. Creemos que Dios nació de la Virgen, porque lo leemos(24); no creemos
que María tuviera otros hijos después del parto, porque no lo leemos». Y con
las mismas armas promete luchar acérrimamente contra Joviniano en favor de la
doctrina católica sobre el estado virginal, sobre la perseverancia, sobre la
abstinencia y sobre el mérito de las buenas obras: «Contra cada una de sus
proposiciones me apoyaré principalmente en los testimonios de las Escrituras,
para que no se ande quejando de que se le vence más con la elocuencia que con
la verdad»(25). Y en la defensa de sus libros contra el mismo hereje escribe:
«Como si hubiera de ser rogado para que se rindiese a mí y no más bien
conducido a disgusto y a despecho suyo a la cárcel de la verdad»(26).
13. Sobre la Escritura en general, leemos, en su
comentario a Jeremías, que la muerte le impidió terminar: «Ni se ha de seguir
el error de los padres o de los antepasados, sino la autoridad de las
Escrituras y la voluntad de Dios, que nos enseña»(27). Ved cómo indica a
Fabiola la forma y manera de pelear contra los enemigos: «Cuando estés
instruido en las Escrituras divinas y sepas que sus leyes y testimonios son
ligaduras de la verdad, lucharás con los adversarios, los atarás y llevarás
presos a la cautividad y harás hijos de Dios a los en otro tiempo enemigos y
cautivos»(28).
14. Ahora bien: San Jerónimo enseña que con la
divina inspiración de los libros sagrados y con la suma autoridad de los mismos
va necesariamente unida la inmunidad y ausencia de todo error y engaño; lo cual
había aprendido en las más célebres escuelas de Occidente y de Oriente, como
recibido de los Padres y comúnmente aceptado. Y, en efecto, como, después de
comenzada por mandato del pontífice Dámaso la correccíón del Nuevo Testamento,
algunos «hombrecillos» le echaran en cara que había intentado «enmendar algunas
cosas en los Evangelios contra la autoridad de los mayores y la opinión de todo
el mundo», respondió en pocas palabras que no era de mente tan obtusa ni de
ignorancia tan crasa que pensara habría en las palabras del Señor algo que
corregir o no divinamente inspirado(29). Y, exponiendo la primera visión de
Ezequiel sobre los cuatro Evangelios, advierte: «Admitirá que todo el cuerpo y
el dorso están llenos de ojos quien haya visto que no hay nada en los
Evangelios que no luzca e ilumine con su resplandor el mundo, de tal manera que
hasta las cosas consideradas pequeñas y despreciables brillen con la majestad
del Espíritu Santo»(30).
15. Y lo que allí afirma de los Evangelios
confiesa de las demás «palabras de Dios» en cada uno de sus comentarios, como norma
y fundamento de la exégesis católica; y por esta nota de verdad se distingue,
según San Jerónimo, el auténtico profeta del falso(31). Porque «las palabras
del Señor son verdaderas, y su decir es hacer»(32). Y así, «la Escritura no
puede mentir»(33) y no se puede decir que la Escritura engañe(34) ni admitir
siquiera en sus palabras el solo error de nombre(35).
16. Añade asimismo el santo Doctor que
«considera distintos a los apóstoles de los demás escritores» profanos; «que
aquéllos siempre dicen la verdad, y éstos en algunas cosas, como hombres,
suelen errar»(36), y aunque en las Escrituras se digan muchas cosas que parecen
increíbles, con todo, son verdaderas(37); en esta «palabra de verdad» no se
pueden encontrar ni cosas ni sentencias contradictorias entre sí, «nada
discrepante, nada diverso»(38), por lo cual, «cuando las Escrituras parezcan
entre sí contrarias, lo uno y lo otro es verdadero aunque sea diverso»(39).
Estando como estaba firmemente adherido a este principio, si aparecían en los
libros sagrados discrepancias, Jerónimo aplicaba todo su cuidado y su
inteligencia a resolver la cuestión; y si no consideraba todavía plenamente
resuelta la dificultad, volvía de nuevo y con agrado sobre ella cuando se le
presentaba ocasión, aunque no siempre con mucha fortuna. Pero nunca acusaba a
los hagiógrafos de error ni siquiera levísimo, «porque esto —decía— es propio de los impíos, de Celso, de Porfirio,
de Juliano»(40). En lo cual coincide plenamente con San Agustín, quien,
escribiendo al mismo Jerónimo, dice que sólo a los libros sagrados suele
conceder la reverencia y el honor de creer firmemente que ninguno de sus
autores haya cometido ningún error al escribir, y que, por lo tanto, si
encuentra en las Escrituras algo que parezca contrario a la verdad, no piensa
eso, sino que o bien el códice está equivocado, o que está mal traducido, o que
él no lo ha entendido; y añade: «¡Y no creo que tú, hermano mío, pienses de
otro modo; no puedo en manera alguna pensar que tú quieras que se lean tus
libros, como los de los profetas y apóstoles, de cuyos escritos sería un crimen
dudar que estén exentos de todo error»(41).
17. Con esta doctrina de San Jerónimo se
confirma e ilustra maravillosamente lo que nuestro predecesor, de feliz
memoria, León XIII dijo declarando solemnemente la antigua y constante fe de la
Iglesia sobre la absoluta inmunidad de cualquier error por parte de las
Escrituras: «Está tan lejos de la divina inspiración el admitir error, que ella
por sí misma no solamente lo excluye en absoluto, sino que lo excluye y rechaza
con la misma necesidad con que es necesario que Dios, Verdad suma, no sea autor
de ningún error». Y después de aducir las definiciones de los concilios
Florentino y Tridentino, confirmadas por el Vaticano I, añade: «Por lo cual
nada importa que el Espíritu Santo se haya servido de hombres como de
instrumentos para escribir, como si a estos escritores inspirados, ya que no al
autor principal, se les pudiera haber deslizado algún error. Porque El de tal
manera los excitó y movió con su influjo sobrenatural para que escribieran, de
tal manera los asistió mientras escribían, que ellos concibieran rectamente
todo y sólo lo que El quería, y lo quisieran fielmente escribir, y lo
expresaran aptamente con verdad infalible; de otra manera, El no sería el autor
de toda la Sagrada Escritura»(42).
18. Aunque estas palabras de nuestro predecesor
no dejan ningún lugar a dudas ni a tergiversaciones, es de lamentar, sin
embargo, venerables hermanos, que haya habido, no solamente entre los de fuera,
sino incluso entre los hijos de la Iglesia católica, más aún —y esto atormenta especialmente nuestro espíritu—, entre los mismos clérigos y maestros de las
sagradas disciplinas, quienes, aferrándose soberbiamente a su propio juicio,
hayan abiertamente rechazado u ocultamente impugnado el magisterio de la
Iglesia en este punto. Ciertamente aprobamos la intención de aquellos que para
librarse y librar a los demás de las dificultades de la Sagrada Biblia buscan,
valiéndose de todos los recursos de las ciencias y del arte crítica, nuevos
caminos y procedimientos para resolverlas, pero fracasarán lamentablemente en
esta empresa si desatienden las directrices de nuestro predecedor y traspasan
las barreras y los límites establecidos por los Padres.
19. En estas prescripciones y límites de ninguna
manera se mantiene la opinión de aquellos que, distinguiendo entre el elemento
primario o religioso de la Escritura y el secundarío o profano, admiten de buen
grado que la inspiración afecta a todas las sentencias, más aún, a cada una de
las palabras de la Biblia, pero reducen y restringen sus efectos, y sobre todo
la inmunidad de error y la absoluta verdad, a sólo el elemento primario o
religioso. Según ellos, sólo es intentado y enseñado por Dios lo que se refiere
a la religión; y las demás cosas que pertenecen a las disciplinas profanas, y
que sólo como vestidura externa de la verdad divina sirven a la doctrina
revelada, son simplemente permitidas por Dios y dejadas a la debilidad del
escritor. Nada tiene, pues, de particular que en las materias físicas,
históricas y otras semejantes se encuentren en la Biblia muchas cosas que no es
posible conciliar en modo alguno con los progresos actuales de las ciencias.
Hay quienes sostienen que estas opiniones erróneas no contradicen en nada a las
prescripciones de nuestro predecesor, el cual declaró que el hagiógrafo, en las
cosas naturales, habló según la apariencia externa, sujeta a engaño.
20. Cuán ligera y falsamente se afirme esto,
aparece claramente por las palabras del Pontífice. Pues ninguna mancha de error
cae sobre las divinas Letras por la apariencia externa de las cosas —a la cual muy sabiamente dijo León XIII,
siguiendo a San Agustín y a Santo Tomás de Aquino, que había que atender—, toda vez que es un axioma de sana filosofía que
los sentidos no se engañan en la percepción de esas cosas que constituyen el
objeto propio de su conocimiento. Aparte de esto, nuestro predecesor, sin
distinguir para nada entre lo que llaman elemento primario y secundario y sin
dejar lugar a ambigüedades de ningún género, claramente enseña que está muy
lejos de la verdad la opinión de los que piensan «que, cuando se trata de la
verdad de las sentencias, no es preciso buscar principalmente lo que ha dicho
Dios, sino examinar más bien el fin para el cual lo ha dicho»; e igualmente
enseña que la divina inspiración se extiende a todas las partes de la Biblia
sin distinción y que no puede darse ningún error en el texto inspirado: «Pero
lo que de ninguna manera puede hacerse es limitar la inspiración a solas algunas
partes de las Escrituras o conceder que el autor sagrado haya cometido error».
21. Y no discrepan menos de la doctrina de la
Iglesia —comprobada
por el testimonio de San Jerónimo y de los demás Santos Padres— los que piensan que las partes históricas de la
Escritura no se fundan en la verdad absoluta de los hechos, sino en la que
llaman verdad relativa o conforme a la opinión vulgar; y hasta se atreven a
deducirlo de las palabras mismas de León XIII, cuando dijo que se podían
aplicar a las disciplinas históricas los principios establecidos a propósito de
las cosas naturales. Así defienden que los hagiógrafos, como en las cosas
físicas hablaron según lo que aparece, de igual manera, desconociendo la
realidad de los sucesos, los relataron según constaban por la común opinión del
vulgo o por los testimonios falsos de otros y ni indicaron sus fuentes de
información ni hicieron suyas las referencias ajenas.
22. ¿Para qué refutar extensamente una cosa tan
injuriosa para nuestro predecesor y tan falsa y errónea? ¿Qué comparación cabe
entre las cosas naturales y la historia, cuando las descripciones físicas se
ciñen a las cosas que aparecen sensiblemente y deben, por lo tanto, concordar
con los fenómenos, mientras, por el contrario, es ley primaria en la historia
que lo que se escribe debe ser conforme con los sucesos tal como realmente
acaecieron? Una vez aceptada la opinión de éstos, ¿cómo podría quedar a salvo
aquella verdad inerrante de la narración sagrada que nuestro predecesor a lo
largo de toda su encíclica declara deber mantenerse?
23. Y si afirma que se debe aplicar a las demás
disciplinas, y especialmente a la historia, lo que tiene lugar en la
descripción de fenómenos fisicos, no lo dice en general, sino solamente intenta
que empleemos los mismos procedimientos para refutar las falacias de los
adversarios y para defender contra sus ataques la veracidad histórica de la
Sagrada Escrítura.
24. Y ojalá se pararan aquí los introductores de
estas nuevas teorías; porque llegan hasta invocar al Doctor Estridonense en
defensa de su opinión, por haber enseñado que la veracidad y el orden de la
historia en la Biblia se observa, «no según lo que era, sino según lo que en
aquel tiempo se creía», y que tal es precisamente la regla propia de la
historia(43). Es de admirar cómo tergiversan en esto, a favor de sus teorías,
las palabras de San Jerónimo. Porque ¿quién no ve que San Jerónimo dice, no que
el hagiógrafo en la relación de los hechos sucedidos se atenga, como desconocedor
de la verdad, a la falsa opinión del vulgo, sino que sigue la manera común de
hablar en la imposición de nombres a las personas y a las cosas? Como cuando
llama padre de Jesús a San José, de cuya paternidad bien claramente indica todo
el contexto de la narración qué es lo que piensa. Y la verdadera ley de la
historia para San Jerónimo es que, en estas designaciones, el escritor, salvo
cualquier peligro de error, mantenga la manera de hablar usual, ya que el uso
tiene fuerza de ley en el lenguaje.
25. ¿Y qué decir cuando nuestro autor propone
los hechos narrados en la Biblia al igual que las doctrinas que se deben creer
con la fe necesaria para salvarse? Porque en el comentario de la epístola a
Filemón se expresa en los siguientes términos: «Y lo que digo es esto: El que
cree en Dios Creador, no puede creer si no cree antes en la verdad de las cosas
que han sido escritas sobre sus santos». Y después de aducir numerosos ejemplos
del Antiguo Testamento, concluye que «el que no creyera en estas y en las demás
cosas que han sido escritas sobre los santos no podrá creer en el Dios de los
santos»(44).
26. Así pues, San Jerónimo profesa exactamente
lo mismo que escribía San Agustín, resumiendo el común sentir de toda la
antigüedad cristiana: «Lo que acerca de Henoc, de Elías y de Moisés atestigua
la Escritura, situada en la máxima cumbre de la autoridad por los grandes y
ciertos testimonios de su veracidad, eso creemos... Lo creemos, pues, nacido de
la Virgen María, no porque no pudiera de otra manera existir en carne verdadera
y aparecer ante los hombres (como quiso Fausto), sino porque así está escrito
en la Escritura, a la cual, si no creyéramos, ni podríamos ser cristianos ni
salvarnos»(45).
27. Y no faltan a la Escritura Santa detractores
de otro género; hablamos de aquellos que abusan de algunos principios —ciertamente rectos si se mantuvieran en sus
justos límites— hasta el extremo de socavar los fundamentos de la verdad de la Biblia y
destruir la doctrina católica comúnmente enseñada por los Padres. Si hoy viviera
San Jerónimo, ciertamente dirigiría contra éstos los acerados dardos de su
palabra, al ver que con demasiada facilidad, y de espaldas al sentido y al
juicio de la Iglesia, recurren a las llamadas citas implícitas o a las
narraciones sólo en apariencia históricas; o bien pretenden que en las Sagradas
Letras se encuentren determinados géneros literarios, con los cuales no puede
compaginarse la íntegra y perfecta verdad de la palabra divina, o sostienen
tales opiniones sobre el origen de los Libros Sagrados, que comprometen y en
absoluto destruyen su autoridad.
28. ¿Y qué decir de aquellos que, al explicar
los Evangelios, disminuyen la fe humana que se les debe y destruyen la divina?
Lo que Nuestro Señor Jesucristo dijo e hizo piensan que no ha llegado hasta
nosotros íntegro y sin cambios, como escrito religiosamente para testigos de
vista y oído, sino que —especialmente por lo que al cuarto Evangelio se refiere— en parte proviene de los evangelistas, que
inventaron y añadieron muchas cosas por su cuenta, y en parte son referencias
de los fieles de la generación posterior; y que, por lo tanto, se contienen en
un mismo cauce aguas procedentes de dos fuentes distintas que por ningún
indicio cierto se pueden distinguir entre sí. No entendieron así Jerónimo, Agustín
y los demás doctores de la Iglesia la autoridad histórica de los Evangelios, de
la cual el que vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que
dice la verdad, para que también vosotros creáis(46). Y así, San Jerónimo,
después de haber reprendido a los herejes que compusieron los evangelios
apócrifos por «haber intentado ordenar una narración más que tejer la verdad de
la historia»(47), por el contrario, de las Escrituras canónicas escribe: «A
nadie le quepa duda de que han sucedido realmente las cosas que han sido
escritas»(48), coincidiendo una vez más con San Agustín, que, hablando de los
Evangelios, dice: «Estas cosas son verdaderas y han sido escritas de El fiel y
verazmente, para que los que crean en su Evangelio sean instruidos en la verdad
y no engañados con mentiras»(49).
29. Ya veis, venerables hermanos, con cuánto
esfuerzo habéis de luchar para que la insana libertad de opinar, que los Padres
huyeron con toda diligencia, sea no menos cuidadosamente evitada por los hijos
de la Iglesia. Lo que más fácilmente conseguiréis si persuadiereis a los
clérigos y seglares que el Espíritu Santo encomendó a vuestro gobierno, que
Jerónimo y los demás Padres de la Iglesia aprendieron esta doctrina sobre los
Libros Sagrados en la escuela del mismo divino Maestro, Cristo Jesús.
30. ¿Acaso leemos que el Señor pensara de otra
manera sobre la Escritura? En sus palabras escrito está y conviene que se
cumpla la Escritura, tenemos el argumento supremo para poner fin a todas las
controversias. Pero, deteniéndonos un poco en este asunto, ¿quién desconoce o
ha olvidado que el Señor Jesús, en los sermones que tuvo al pueblo, sea en el
monte junto al lago de Genesaret, sea en la sinagoga de Nazaret y en su ciudad
de Cafarnaum, sacaba de la Sagrada Escritura la materia de su enseñanza y los
argumentos para probarla? ¿Acaso no tomó de allí las armas invencibles para la
lucha con los fariseos y saduceos? Ya enseñe, ya dispute, de cualquier parte de
la Escritura aduce sentencias y ejemplos, y los aduce de manera que se deba
necesariamente creer en ellos; en este sentido recurre sin distinción a Jonás y
a los ninivitas, a la reina de Saba y a Salomón, a Elías y a Eliseo, a David, a
Noé, a Lot y a los sodomitas y hasta a la mujer de Lot(50).
31. Y testifica la verdad de los Libros
Sagrados, hasta el punto de afirmar solemnemente: Ni una iota ni un ápice
pasará de la ley hasta que todo se cumpla (51) y No puede quedar sin
cumplimiento la Escritura(52), por lo cual, el que incumpliere uno de
estos mandamientos, ¡por pequeño que sea, y lo enseñare así a los hombres, será
tenido por el menor en el reino de los cielos(53). Y para que los
apóstoles, a los que pronto había de dejar en la tierra, se empaparan de esta
doctrina, antes de subir a su Padre, al cielo, les abrió la inteligencia, para
que comprendieran las Escrituras, y les dijo: Porque así está escrito y así
convenía que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer
día(54). La doctrina, pues, de San Jerónimo acerca de la importancia y de
la verdad de la Escritura es, para decirlo en una sola palabra, la doctrina de
Cristo. Por lo cual exhortamos vivamente a todos los hijos de la Iglesia, y en
especial a los que forman en esta disciplina a los alumnos del altar, a que
sigan con ánimo decidido las huellas del Doctor Estridonense; de lo cual se
seguirá, sin duda, que estimen este tesoro de las Escrituras como él lo estimó
y que perciban de su posesión frutos suavísimos de santidad.
32. Porque tener por guía y maestro al Doctor
Máximo no sólo tiene las ventajas que dejamos dichas, sino otras no pocas ni
despreciables que queremos brevemente, venerables hermanos, recordar con
vosotros. De entrada se ofrece en primer lugar a los ojos de nuestra mente
aquel su amor ardentísimo a la Sagrada Biblia que con todo el ejemplo de su
vida y con palabras llenas del Espíritu de Dios manifestó Jerónimo y procuró
siempre más y más excitar en los ánimos de los fieles: «Ama las Escrituras
Santas —exhorta a
todos en la persona de la virgen Demetríades—, y te amará la sabiduría; ámala, y te guardará;
hónrala, y te abrazará. Sean éstos tus collares y pendientes»(55).
33. La continua lección de la Escritura y la
cuidadosa investigación de cada libro, más aún, de cada frase y de cada
palabra, le hizo tener tal familiaridad con el sagrado texto como ningún otro
escritor de la antigüedad eclesiástica. A este conocimiento de la Biblia, unido
a la agudeza de su ingenio, se debe atribuir que la versión Vulgata, obra de
nuestro Doctor, supere en mucho, según el parecer unánime de todos los doctos,
a las demás versiones antiguas, por reflejar el arquetipo original con mayor
exactitud y elegancia.
34. Dicha Vulgata, que, «recomendada por el
largo uso de tantos siglos en la Iglesia», el concilio Tridennno declaró había
de ser tenida por auténtica y usada en la enseñanza y en la oración, esperamos
ver pronto, si el Señor benignísimo nos concediere la gracia de esta luz,
enmendada y restituida a la fe de sus mejores códices; y no dudamos que de este
arduo y laborioso esfuerzo, providentemente encomendado a los Padres
Benedictinos por nuestro predecesor Pío X, de feliz memoria, se han de seguir
nuevas ventajas para la inteligencia de las Escrituras.
35. El amor a las cuales resplandece sobre todo
en las cartas de San Jerónimo, de tal manera que parecen tejidas con las mismas
palabras divinas; y así como a San Bernardo le resultaba todo insípido si no
encontraba el nombre dulcísimo de Jesús, de igual manera nuestro santo no
encontraba deleite en las cartas que no estuvieran iluminadas por las Escrituras.
Por lo cual escribía ingenuamente a San Paulino, varón en otro tiempo
distinguido por su dignidad senatorial y consular, y poco antes convertido a la
fe de Cristo: «Si tuvieres este fundamento (esto es, la ciencia de las
Escrituras), más aún, si te guiara la mano en tus obras, no habría nada más
bello, más docto ni más latino que tus volúmenes... Si a esta tu prudencia y
elocuencia se uniera la afición e inteligencia de las Escrituras, pronto te
vería ocupar el primer puesto entre los maestros...»(56).
36. Mas por qué camino y de qué modo se deba
buscar con esperanza cierta de buen éxito este gran tesoro concedido por el
Padre celestial para consuelo de sus hijos peregrinantes, lo indica el mismo
Jerónimo con su ejemplo. En primer lugar advierte que llevemos a estos estudios
una preparación diligente y una voluntad bien dispuesta. El, pues, una vez
bautizado, para remover todos los obstáculos externos que podían retardarle en
su santo propósito, imitando a aquel hombre que habiendo hallado un tesoro, por
la alegría del hallazgo va y vende todo lo que tiene y compra el campo(57),
dejó a un lado las delicias pasajeras y vanas de este mundo, deseó vivamente la
soledad y abrazó una forma severa de vida con tanto mayor afán cuanto más
claramente había experimentado antes que estaba en peligro su salvación entre
los incentivos de los vicios. Con todo, quitados estos impedimentos, todavía le
faltaba aplicar su ánimo a la ciencia de Jesucristo y revestirse de aquel que
es manso y humilde de corazón, puesto que había experimentado en sí lo que
Agustín asegura que le pasó cuando empezó los estudios de las Sagradas Letras.
El cual, habiéndose sumergido de joven en los escritos de Cicerón y otros,
cuando aplicó su ánimo a la Escritura Santa, «me pareció —dice— indigna de ser comparada con la dignidad de
Tulio. Mi soberbia rehusaba su sencillez, y mi agudeza no penetraba sus
interioridades. Y es que ella crece con los pequeños, y yo desdeñaba ser
pequeño y, engreído con el fausto, me creía grande»(58). No de otro modo Jerónimo,
aunque se había retirado a la soledad, de tal manera se deleitaba con las obras
profanas, que todavía no descubría al Cristo humilde en la humildad de la
Escritura. «Y así, miserable de mí —dice—, ayunaba por leer a Tulio. Después de
frecuentes vigilias nocturnas, después de las lágrimas que el recurso de mis
pecados pasados arrancaba a mis entrañas, se me venía Plauto a las manos. Si
alguna vez, volviendo en mí, comenzaba a leer a los profetas, me horrorizaba su
dicción inculta, y, porque con mis ojos ciegos no veía la luz, pensaba que era
culpa del sol y no de los ojos»(59). Pero pronto amó la locura de la cruz, de
tal manera que puede ser testimonio de cuánto sirva para la inteligencia de la
Biblia la humilde y piadosa disposición del ánimo.
37. Y así, persuadido de que «siempre en la
exposición de las Sagradas Escrituras necesitamos de la venida del Espíritu
Santo» 6° y de que la Escritura no se puede leer ni entender de otra manera de
como «lo exige el sentido del Espíritu Santo con que fue escrita»(60), el santo
varón de Dios implora suplicante, valiéndose también de las oraciones de sus
amigos, las luces del Paráclito; y leemos que encomendaba las explicaciones de
los libros sagrados que empezaba, y atribuía las que acababa felizmente, al auxilio
de Dios y a las oraciones de los hermanos.
38. Además, de igual manera que a la gracia de
Dios, se somete también a la autoridad de los mayores, hasta llegar a afirmar
que «lo que sabía no lo había aprendido de sí mismo, ya que la presunción es el
peor maestro, sino de los ilustres Padres de la Iglesia»(62); confiesa que «en
los libros divinos no se ha fiado nunca de sus propias fuerzas»(63), y a
Teófilo, obispo de Alejandría, expone así la norma a la cual había ajustado su
vida y sus estudios: «Ten para ti que nada debe haber para nosotros tan sagrado
como salvaguardar los derechos del cristiano, no cambiar el sentido de los
Padres y tener siempre presente la fe romana, cuyo elogio hizo el Apóstol»(64).
39. Con toda el alma se entrega y somete a la
Iglesia, maestra suprema, en la persona de los romanos pontífices; y así, desde
el desierto de Siria, donde le acosaban las insidias de los herejes, deseando
someter a la Sede Apostólica la controversia de los orientales sobre el
misterio de la Santísima Trinidad, escribía al papa Dámaso: «Me ha parecido
conveniente consultar a la cátedra de Pedro y a la fe elogiada por el Apóstol,
buscando hoy el alimento de mi alma allí donde en otro tiempo recibí la librea
de Cristo... Porque no quiero tener otro guía que a Cristo, me mantengo en
estrecha comunión con Vuestra Santidad, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé
muy bien que sobre esta piedra está fundada la Iglesia... Declarad vuestro
pensamiento: si os agrada, no temeré admitir las tres hipóstasis; si lo ordenáis,
aceptaré que una fe nueva reemplace a la de Nicea y que seamos ortodoxos con
las mismas fórmulas de los arrianos»(65). Por último, en la carta siguiente
renueva esta maravillosa confesión de fe: «Entretanto, protesto en alta voz: El
que está unido a la cátedra de Pedro, está conmigo»(66).
40. Siempre fiel a esta regla de fe en el
estudio de las Escrituras, rechaza con este único argumento cualquier falsa
interpretación del sagrado texto: «Esto no lo admite la Iglesia de Dios»(67), y
con estas breves palabras rechaza el libro apócrifo que contra él había aducido
el hereje Vigilancio: «Ese libro no lo he leído jamás. ¿Para qué, si la Iglesia
no lo admite?»(68)
41. A fuer de hombre celoso en defender la
integridad de la fe, luchó denodadamente con los que se habían apartado de la
Iglesia, a los cuales consideraba como adversarios propios: «Responderé
brevemente que jamás he perdonado a los herejes y que he puesto todo mi empeño
en hacer de los enemigos de la Iglesia mis propios enemigos personales»(69). Y
en carta a Rufino: «Hay un punto sobre el cual no podré estar de acuerdo
contigo: que, transigiendo con los herejes, pueda aparecer no católico»(70).
Sin embargo, condolido por la defección de éstos, les suplicaba que hicieran
por volver al regazo de la Madre afligida, única fuente de salvación(71), y
rezaba por «los que habían salido de la Iglesia y, abandonando la doctrina del
Espíritu Santo, seguían su propio parecer», para que de todo corazón se
convirtieran(72).
42. Si alguna vez fue necesario, venerables hermanos,
que todos los clérigos y el pueblo fiel se ajusten al espíritu del Doctor
Máximo, nunca rnás necesario que en nuestra época, en que tantos se levantan
con orgullosa terquedad contra la soberana autoridad de la revelación divina y
del magisterio de la Iglesia. Sabéis, en efecto —y ya León XIII nos lo advertía—, qué clase de enemigos tenemos enfrente y en
qué procedimientos o en qué armas tienen puesta su confianza. Es, pues, de todo
punto necesario que suscitéis para esta empresa cuantos más y mejor preparados
defensores, que no sólo estén dispuestos a luchar contra quienes, negando todo
orden sobrenatural, no reconocen ni revelación ni inspiración divina, sino a
medirse con quienes, ávidos de novedades profanas, se atreven a interpretar las
Sagradas Escrituras como un libro puramente humano, o se desvían del sentir
recibido en la Iglesia desde la más remota antigüedad, o hasta tal punto
desprecian su magisterio que desdeñan las constituciones de la Sede Apostólica
y los decretos de la Pontificia Comisión Bíblica, o los silencian e incluso los
acomodan a su propio sentir con engaño y descaro. Ojalá todos los católicos se
atengan a la regla de oro del santo Doctor y, obedientes al mandato de su
Madre, se mantengan humildemente dentro de los límites señalados por los Padres
y aprobados por la Iglesia.
43. Pero volvamos a nuestro asunto. Así
preparados los espíritus con la piedad y humildad, Jerónimo los invita al
estudio de la Biblia. Y antes que nada recomienda incansablemente a todos la
lectura cotidiana de la palabra divina: «Entrará en nosotros la sabiduría si
nuestro cuerpo no está sometido al pecado; cultivemos nuestra inteligencia
mediante la lectura cotidiana de los libros santos»(73). Y en su comentario a
la carta a los Efesios: «Debemos, pues, con el mayor ardor, leer las Escrituras
y meditar de día y de noche en la ley del Señor, para que, como expertos
cambistas, sepamos distinguir cuál es el buen metal y cuál el falso»(74). Ni
exime de esta común obligación a las mujeres casadas o solteras. A la matrona
romana Leta propone sobre la educación de su hija, entre otros consejos, los
siguientes: «Tómale de memoria cada día el trozo señalado de las Escrituras...;
que prefiera los libros divinos a las alhajas y sedas... Aprenda lo primero el
Salterio, gócese con estos cánticos e instrúyase para la vida en los Proverbios
de Salomón. Acostúmbrese con la lectura del Eclesiástico a pisotear las
vanidades mundanas. Imite los ejemplos de paciencia y de virtud de Job. Pase
después a los Evangelios, para nunca dejarlos de la mano. Embébase con todo
afán en los Hechos y en las Epístolas de los Apóstoles. Y cuando haya
enriquecido la celda de su pecho con todos estos tesoros, aprenda de memoria
los Profetas, y el Heptateuco, y los libros de los Reyes, y los Paralipómenos,
y los volúmenes de Esdras y de Ester, para que, finalmente, pueda leer sin
peligro el Cantar de los Cantares»(75). Y de la misma manera exhorta a la
virgen Eustoquio: «Sé muy asidua en la lectura y aprende lo más posible. Que te
coja el sueño con el libro en la mano y que tu rostro, al rendirse, caiga sobre
la página santa»(76). Y, al enviarle el epitafio de su madre Paula, elogiaba a
esta santa mujer por haberse consagrado con su hija al estudio de las
Escrituras, de tal manera que las conocía profundamente y las sabía de memoria.
Y añade: «Diré otra cosa que acaso a los envidiosos parecerá increíble: se
propuso aprender la lengua hebrea, que sólo parcialmente y con muchos trabajos
y sudores aprendí yo de joven y no me canso de repasar ahora para no olvidarla,
y de tal manera lo consiguió, que llegó a cantar los Salmos en hebreo sin
acento latino alguno. Esto mismo puede verse hoy en su santa hija
Eustoquio»(77). Ni olvida a Santa Marcela, que también dominaba perfectamente
las Escrituras(78).
44. ¿quién no ve las ventajas y goces que en la
piadosa lectura de los libros santos liban las almas bien dispuestas? Todo el
que a la Biblia se acercare con espíritu piadoso, fe firme, ánimo humilde y
sincero deseo de aprovechar, encontrará en ella y podrá gustar el pan que bajó
de los cielos y experimentará en sí lo que dijo David: Me has manifestado los
secretos y misterios de tu sabiduría(79), dado que esta mesa de la divina
palabra «contiene la doctrina santa, enseña la fe verdadera e introduce con
seguridad hasta el interior del velo, donde está el Santo de los Santos»(80).
45. Por lo que a Nos se refiere, venerables
hermanos, a imitación de San Jerónimo, jamás cesaremos de exhortar a todos los
fieles cristianos para que lean diariamente sobre todo los santos Evangelios de
Nuestro Señor y los Hechos y Epístolas de los Apóstoles, tratando de
convertirlos en savia de su espíritu y en sangre de sus venas.
46. Y así, en estas solemnidades centenarias,
nuestro pensamiento se dirige espontáneamente a la Sociedad que se honra con el
nombre de San Jerónimo; tanto más cuanto que Nos mismo tuvimos parte en los
principios y en el desarrollo de la obra, cuyos pasados progresos hemos visto
con gozo y auguramos mayores para lo porvenir. Bien sabéis, venerables
hermanos, que el propósito de esta Sociedad es divulgar lo más posible los
Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, de tal manera que ninguna familia
carezca de ellos y todos se acostumbren a su diaria lectura y meditación.
Deseamos ardientemente que esta obra, tan querida por su bien demostrada
utilidad, se propague y difunda en vuestra diócesis con la creación de
sociedades del mismo nombre y fin agregadas a la de Roma.
47. En este mismo orden de cosas, resultan muy
beneméritos de la causa católica aquellos que en las diversas regiones han
procurado y siguen procurando editar en formato cómodo y claro y divulgar con
la mayor diligencia todos los libros del Nuevo Testamento y algunos escogidos
del Antiguo; cosa que ha producido abundancia de frutos en la Iglesia de Dios,
siendo hoy muchos más los que se acercan a esta mesa de doctrina celestial que
el Señor proporcionó al mundo cristiano por medio de sus profetas, apóstoles y
doctores(81).
48. Mas, si en todos los fieles requiere San
Jerónimo afición a los libros sagrados, de manera especial exige esto en los
que «han puesto sobre su cuello el yugo de Cristo» y fueron llamados por Dios a
la predicación de la palabra divina. Con estas palabras se dirige a todos los
clérigos en la persona del monje Rústico: «Mientras estés en tu patria, haz de
tu celda un paraíso; coge los frutos variados de las Escrituras, saborea sus
delicias y goza de su abrazo... Nunca caiga de tus manos ni se aparte de tus
ojos el libro sagrado; apréndete el Salterio palabra por palabra, ora sin descanso,
vigila tus sentidos y ciérralos a los vanos pensamientos»(82). Y al presbítero
Nepociano advierte: «Lee a menudo las divinas Escrituras; más aún, que la santa
lectura no se aparte jamás de tus manos. Aprende allí lo que has de enseñar.
Procura conseguir la palabra fiel que se ajusta a la doctrina, para que puedas
exhortar con doctrina sana y argüir a los contradictores»(83). Y después de
haber recordado a San Paulino las normas que San Pablo diera a sus discípulos
Timoteo y Tito sobre el estudio de las Escrituras, añade: «Porque la santa
rusticidad sólo aprovecha al que la posee, y tanto como edifica a la Iglesia de
Cristo con el mérito de su vida, otro tanto la perjudica si no resiste a los
contradictores. Dice el profeta Malaquías, o mejor, el Señor por Malaquías: Pregunta
a los sacerdotes la ley. Forma parte del excelente oficio del sacerdote
responder sobre la ley cuando se le pregunte. Leemos en el Deuteronomio: Pregunta
a tu padre, y te indicará; a tus presbíteros, y te dirán. Y Daniel, al
final de su santísima visión, dice que los justos brillarán como las estrellas,
y los inteligentes, es decir, los doctos, como el firmamento. ¿Ves cuánto
distan entre sí la santa rusticidad y la docta santidad? Aquéllos son
comparados con las estrellas, y éstos, con el cielo»(84). En carta a Marcela
vuelve a atacar irónicamente esta santa rusticidad de algunos clérigos:
«La consideran como la única santidad, declarándose discípulos de pescadores,
como si pudieran ser santos por el solo hecho de no saber nada»(85). Pero
advierte que no sólo estos rústicos, sino incluso los clérigos literatos
pecaban de la misma ignorancia de las Escrituras, y en términos severísimos
inculca a los sacerdotes el asiduo contacto con los libros santos.
49. Procurad con sumo empeño, venerables
hermanos, que estas enseñanzas del santo Doctor se graben cada vez más
hondamente en las mentes de vuestros clérigos y sacerdotes; a vosotros os toca
sobre todo llamarles cuidadosamente la atención sobre lo que de ellos exige la
dignidad del oficio divino al que han sido elevados, si no quieren mostrarse
indignos de él: Porque los labios del sacerdote custodiarán la ciencia, y de
su boca se buscará la ley, porque es el ángel del Señor de los ejércitos(86).
Sepan, pues, que ni deben abandonar el estudio de las Escrituras ni abordarlo
por otro camino que el señalado expresamente por León XIII en su encíclica Providentissimus
Deus. Lo mejor será que frecuenten el Pontificio Instituto Bíblico, que,
según los deseos de León XIII, fundó nuestro próximo predecesor con gran
provecho para la santa Iglesia, como consta por la experiencia de estos diez
años. Mas, como esto será imposible a la mayoría, es de desear que, a
instigación vuestra y bajo vuestos auspicios, vengan a Roma miembros escogidos
de uno y otro clero para dedicarse a los estudios bíblicos en nuestro
Instituto. Los que vinieren podrán de diversas maneras aprovechar las lecciones
del Instituto. Unos, según el fin principal de este gran Liceo, de tal manera
profundizarán en los estudios bíblicos, que «puedan luego explicarlos tanto en
privado como en público, escribiendo o enseñando..., y sean aptos para defender
su dignidad, bien como profesores en las escuelas, bien como escritores en pro
de la verdad católica»(87), y otros, que ya se hubieren iniciado en el sagrado
ministerio, podrán adquirir un conocimiento más amplio que en el curso
teológico de la Sagrada Escritura, de sus grandes intérpretes y de los tiempos
y lugares bíblicos; conocimiento preferentemente práctico, que los haga
perfectos administradores de la palabra divina, preparados para toda obra
buena(88).
50. Aquí tenéis, venerables hermanos, según el
ejemplo y la autoridad de San Jerónimo, de qué virtudes debe estar adornado el
que se consagra a la lectura y al estudio de la Biblia; oigámosle ahora hacia
dónde debe dirigirse y qué debe pretender el conocimiento de las Sagradas
Letras. Ante todo se debe buscar en estas páginas el alimento que sustente la
vida del espíritu hasta la perfección; por ello, San Jerónimo acostumbraba
meditar en la ley del Señor de día y de noche y gustar en las Santas Escrituras
el pan del cielo y el maná celestial que tiene en sí todo deleite(89). ¿Cómo
puede nuestra alma vivir sin este manjar? ¿Y cómo enseñarán los eclesiásticos a
los demás el camino de la salvación si, abandonando la meditación de las
Escrituras, no se enseñan a sí mismos? ¿Cómo espera ser en la administración de
los sacramentos «guía de ciegos, luz de los que viven en tinieblas, preceptor
de rudos, maestro de niños y hombre que tiene en la ley la norma de la ciencia
y de la verdad»(90), si se niega a escudriñar esta ciencia de la ley y cierra
la puerta a la luz de lo alto? ¡Cuántos ministros sagrados, por haber
descuidado la lectura de la Biblia, se mueren ellos mismos y dejan perecer a
otros muchos de hambre, según lo que está escrito: Los niños pidieron pan, y
no había quien se lo partiera(91). Está desolada la tierra entera porque
no hay quien piense en su corazón(92).
51. De la Escritura han de salir, en segundo
lugar, cuando sea necesario, los argumentos para ilustrar, confirmar y defender
los dogmas de nuestra fe. Que fue lo que él hizo admirablemente en su lucha
contra los herejes de su tiempo; todas sus obras manifiestan claramente cuán
afiladas y sólidas armas sacaba de los distintos pasajes de la Escritura para
refutarlos. Si nuestros expositores de las Escrituras le imitan en esto, se
conseguirá, sin duda, lo que nuestro predecesor en sus letras encíclicas Providentissimus
Deus declaraba «deseable y necesario en extremo»: que «el uso de la Sagrada
Escritura influya en toda la ciencia teológica y sea como su alma».
52. Por último, el uso más importante de la
Escritura es el que dice relación con el santo y fructuoso ejercicio del
ministerio de la divina palabra. Y aquí nos place corroborar con las palabras
del Doctor Máximo las enseñanzas que sobre la predicación de la palabra divina
dimos en nuestras letras encíclicas Humani generis. Si el insigne
exegeta recomienda tan severa y frecuentemente a los sacerdotes la continua
lectura de las Sagradas Letras, es sobre todo para que puedan dignamente
ejercer su oficio de enseñar y predicar. Su palabra no tendría ni autoridad, ni
peso, ni eficacia para formar las almas si no estuviera informada por la
Sagrada Escritura y no recibiese de ella su fuerza y su vigor. «La palabra del
sacerdote ha de estar condimentada con la lectura de las Escrituras»(93).
Porque «todo lo que se dice en las Escrituras es como una trompeta que amenaza
y penetra con voz potente en los oídos de los fieles»(94). «Nada conmueve tanto
como un ejemplo sacado de las Escrituras Santas»(95).
53. Y lo que el santo Doctor enseña sobre las
reglas que deben guardarse en el empleo de la Biblia, aunque también se
refieren en gran parte a los intérpretes, pero miran sobre todo a los sacerdotes
en la predicación de la divina palabra. Advierte en primer lugar que
consideremos diligentemente las mismas palabras de la Escritura, para que
conste con certeza qué dijo el autor sagrado. Pues nadie ignora que San
Jerónimo, cuando era necesario, solía acudir al texto original, comparar una
versión con otra, examinar la fuerza de las palabras, y, si se había
introducido algún error, buscar sus causas, para quitar toda sombra de duda a
la lección. A continuación se debe buscar la significación y el contenido que
encierran las palabras, porque «al que estudia las Escrituras Santas no le son
tan necesarias las palabras como el sentido»(96). En la búsqueda de este
sentido no podemos negar que San Jerónimo, imitando a los doctores latinos y a
algunos de entre los griegos de los tiempos antiguos, concedió más de lo justo
en un principio a las interpretaciones alegóricas. Pero el amor que profesaba a
los Libros Sagrados, y su continuo esfuerzo por repasarlos y comprenderlos
mejor, hizo que cada día creciera en él la recta estimación del sentido literal
y que expusiera sobre este punto principios sanos; los cuales, por constituir
todavía hoy el camino más seguro para sacar el sentido pleno de los Libros
Sagrados, expondremos brevemente.
54. Debemos, ante todo, fijar nuestra atención
en la interpretación literal o histórica: «Advierto siempre al prudente lector
que no se contente con interpretaciones supersticiosas que se hacen
aisladamente según el arbitrio de los que las inventan, sino que considere lo
primero, lo del medio y lo del fin, y que relacione todo lo que ha sido
escrito»(97). Añade que toda otra forma de interpretación se apoya, como en su
fundamento, en el sentido literal(98), que ni siquiera debe creerse que no
existe cuando algo se afirma metafóricamente; porque «frecuentemente la
historia se teje con metáforas y se afirma bajo imágenes»(99). Y a los que
opinan que nuestro Doctor negaba en algunos lugares de la Escritura el sentido
histórico, los refuta él mismo con estas palabras: «No negamos la historia,
sino que preferimos la inteligencia espiritual»(100).
55. Puesta a salvo la significación literal o
histórica, busca sentidos más internos y profundos, para alimentar su espíritu
con manjar más escogido; enseña a propósito del libro de los Proverbios, y lo
mismo advierte frecuentemente de las otras partes de la Escritura, que no
debemos pararnos en el solo sentido literal, «sino buscar en lo más hondo el
sentido divino, como se busca en la tierra el oro, en la nuez el núcleo y en
los punzantes erizos el fruto escondido de las castañas»(101). Por ello,
enseñando a San Paulino «por qué camino se debe andar en las Escrituras
Santas», le dice: «Todo lo que leemos en los libros divinos resplandece y
brilla aun en la corteza, pero es más dulce en la médula. Quien quiere comer la
nuez, rompe su cáscara»(102). Advierte, sin embargo, cuando se trata de buscar
este sentido interior, que se haga con moderación, «no sea que, mientras
buscamos las riquezas espirituales, parezca que despreciamos la pobreza de la historia»(103).
Y así desaprueba no pocas interpretaciones místicas de los escritores antiguos
precisamente porque no se apoyan en el sentido literal: «Que todas aquellas
promesas cantadas por los profetas no sean sonidos vacíos o simples términos de
retórica, sino que se funden en la tierra y sólo sobre el cimiento de la
historia levanten la cumbre de la inteligencia espiritual»(104). Prudentemente
observa a este respecto que no se deben abandonar las huellas de Cristo y de
los apóstoles, los cuales, aunque consideran el Antiguo Testamento como
preparación y sombra de la Nueva Alianza y, consiguientemente, interpretan
muchos pasajes típicamente, no por eso lo reducen todo a significaciones
típicas. Y, para confirmarlo, apela frecuentemente al apóstol San Pablo, quien,
por ejemplo, «al exponer los misterios de Adán y Eva, no niega su creación,
sino que, edificando la inteligencia espiritual sobre el fundamento de la
historia, dice: Por esto dejará el hombre, etc.(105). Si los intérpretes
de las Sagradas Letras y los predicadores de la palabra divina, siguiendo el
ejemplo de Cristo y de los apóstoles y obedeciendo a los consejos de León XIII,
no despreciaren «las interpretaciones alegóricas o análogas que dieron los
Padres, sobre todo cuando fluyen de la letra y se apoyan en la autoridad de
muchos», sino que modestamente se levantaren de la interpretación literal a
otras más altas, experimentarán con San Jerónimo la verdad del dicho de Pablo:
«Toda la Sagrada Escritura, divinamente inspirada, es útil para enseñar, para
argüir, para corregir y para instruir en la santidad»(106), y obtendrán del
infinito tesoro de las Escrituras abundancia de ejemplos y palabras con que
orientar eficaz y suavemente la vida y las costumbres de los fieles hacia la
santidad.
56. Por lo que se refiere a la manera de exponer
y de expresarse, dado que entre los dispensadores de los misterios de Dios se
busca sobre todo la fidelidad, establece San Jerónimo que se debe mantener
antes que nada «la verdad de la interpretación», y que «el deber del
comentarista es exponer no lo que él quisiera, sino lo que pensaba aquel a
quien interpreta»(107) y añade que «hablar en la Iglesia tiene el grave peligro
de convertir, por una mala interpretación, el Evangelio de Cristo en evangelio
de un hombre»(108). En segundo lugar, «en la exposición de las Santas
Escrituras no interesan las palabras rebuscadas ni las flores de la retórica,
sino la instrucción y sencillez de la verdad»(109). Habiéndose ajustado en sus
escritos a esta norma, declara en sus comentarios haber procurado, no que sus
palabras «fueran alabadas, sino que las bien dichas por otro se entendieran
como habían sido dichas»(110); y que en la exposición de la palabra divina se
requiere un estilo que «sin amaneramientos... exponga el asunto, explique el
sentido y aclare las oscuridades sin follaje de palabras rebuscadas»(111).
57. Plácenos aquí reproducir algunos pasajes de
Jerónimo por los cuales aparece claramente cuánto aborrecía él la elocuencia
propia de los retóricos, que con el vacío estrépito de las palabras y con la
rapidez en el hablar busca los vanos aplausos. «No me gusta que seas —dice al presbítero Nepociano— un declamador y charlatán, sino hombre enterado
del misterio y muy versado en los secretos de tu Dios. Atropellar las palabras
y suscitar la admiración del vulgo ignorante con la rapidez en el hablar es de
tontos»(112). «Los que hoy se ordenan de entre los literatos se preocupan no de
asimilarse la médula de las Escrituras, sino de halagar los oídos de la
multitud con flores de retórica»(113). «Y nada digo de aquellos que, a
semejanza mía, si de casualidad llegaron a las Escrituras Santas después de
haber frecuentado las letras profanas y lograron agradar el oído de la
muchedumbre con su estilo florido, ya piensan que todo lo que dicen es ley de
Dios, y no se dignan averiguar qué pensarán los profetas y los apóstoles, sino
que adaptan a su sentir testimonios incongruentes; como si fuera grande
elocuencia, y no la peor de todas, falsificar los textos y violentar la
Escritura a su capricho»(114). «Y es que, faltándoles el verdadero apoyo de las
Escrituras, su verborrea no tendría autoridad si no intentaran corroborar con
testimonios divinos la falsedad de su doctrina»(115). Mas esta elocuencia
charlatana e ignorancia locuaz «no tiene mordiente, ni vivacidad, ni vida; todo
es algo desnutrido, marchito y flojo, semillero de plantas y hierbas, que muy
pronto se secan y corrompen»; por el contrario, la sencilla doctrina del
Evangelio, semejante al pequeño grano de mostaza, «no se convierte en planta,
síno que se hace árbol, de manera que los pájaros del cielo vengan y habiten
en sus ramas»(116). Por eso él buscaba en todo esta santa sencillez del
lenguaje, que no está reñida con la clarídad y elegancia no buscada: «Sean
otros oradores, obtengan las alabanzas que tanto ansían y atropellen los
torrentes de palabras con los carrillos hinchados; a mí me basta hablar de
manera que sea entendido y que, explicando las Escrituras, imite su
sencillez»(117). Porque «la interpretación de los eclesiásticos, sin renunciar
a la elegancia en el decir, debe disimularla y evitarla de tal manera que pueda
ser entendida no por la vanas escuelas de los filósofos o por pocos discípulos,
sino por toda clase de hombres»(118). Si los jóvenes sacerdotes pusieren en práctica
estos consejos y preceptos y los mayores cuidaran de tenerlos siempre
presentes, tenemos la seguridad de que su ministerio sería muy provechoso a las
almas de los fieles.
58. Réstanos por recordar, venerables hermanos,
los «dulces frutos» que «de la amarga semilla de las letras» obtuvo Jerónimo,
en la esperanza de que, a imitación suya, los sacerdotes y fieles encomendados
a vuestros cuidados se han de inflamar en el deseo de conocer y experimentar la
saludable virtud del sagrado texto. Preferimos que conozcáis las abundantes y
exquisitas delicias que llenaban el alma del piadoso anacoreta, más que por
nuestras palabras, por las suyas propias. Escuchad cómo habla de esta sagrada
ciencia a Paulino, su «colega, compañero y amigo»: «Dime, hermano queridísimo,
¿no te parece que vivir entre estos misterios, meditar en ellos, no querer
saber ni buscar otra cosa, es ya el paraíso en la tierra?»(119) Y a su
discípula Paula pregunta: «Dime, ¿hay algo más santo que este misterio? ¿Hay
algo más agradable que este deleite? ¿Qué manjares o qué mieles más dulces que
conocer los designios de Dios, entrar en su santuario, penetrar el pensamiento
del Creador y enseñar las palabras de tu Señor, de las cuales se ríen los
sabios de este mundo, pero que están llenas de sabiduría espiritual? Guarden
otros para sí sus riquezas, beban en vasos preciosos, engalánense con sedas,
deléitense en los aplausos de la multitud, sin que la variedad de placeres
logre agotar sus tesoros; nuestras delicias serán meditar de día y de noche en
la ley del Señor, llamar a la puerta cerrada, gustar los panes de la Trinidad y
andar detrás del Señor sobre las olas del mundo»(120). Y nuevamente a Paula y a
su hija Eustoquio en el comentario a la epístola a los Efesios: «Si hay algo,
Paula y Eustoquio, que mantenga al sabio en esta vida y le anime a conservar el
equilibrio entre las tribulaciones y torbellinos del mundo, yo creo que es ante
todo la meditación y la ciencia de las Escrituras»(121). Porque así lo hacía
él, disfrutó de la paz y de la alegría del corazón en medio de grandes
tristezas de ánimo y enfermedades del cuerpo; alegría que no se fundaba en
vanos y ociosos deleites, sino que, procediendo de la caridad, se transformaba
en caridad activa para con la Iglesia de Dios, a la cual fue confiada por el
Señor la custodia de la palabra divina.
59. En las Sagradas Letras de uno y otro
Testamento leía frecuentemente predicadas las alabanzas de la Iglesia de Dios.
¿Acaso no representaban la figura de esta Esposa de Cristo y todas y cada una
de las ilustres y santas mujeres que ocupan lugar preferente en el Antiguo
Testamento? El sacerdocio y los sacrificios, las instituciones y las fiestas y
casi todos los hechos del Antiguo Testamento, ¿no eran acaso la sombra de esta
Iglesia? ¿Y el ver tantas predicciones de los Salmos y de los Profetas
divinamente cumplidas en la Iglesia? ¿Acaso no había oído él en boca de Cristo
y de los apóstoles los mayores privilegios de la misma? ¿Qué cosa podía, pues,
excitar diariamente en el ánimo de Jerónimo mayor amor a la Esposa de Cristo
que el conocimiento de las Escrituras? Ya hemos visto, venerables hermanos, la
gran reverencia y ardiente amor que profesaba a la Iglesia romana y a la
cátedra de Pedro; hemos visto con cuánto ardor impugnaba a los adversarios de
la Iglesia. Alabando a su joven compañero Agustín, empeñado en la misma
batalla, y felicitándose por haber suscitado juntamente con él la envidia de
los herejes, le dice: «¡Gloria a ti por tu valor! El mundo entero te admira.
Los católicos te veneran y reconocen como el restaurador de la antigua fe, y —lo que es timbre de mayor gloria todavía— todos los herejes te aborrecen y te persiguen
con igual odio que a mí, suspirando por matarnos con el deseo, ya que no pueden
con las armas»(122). Maravillosamente confirma esto Postumiano en las obras de
Sulpicio Severo, diciendo de Jerónimo: «Una lucha constante y un duelo
ininterrumpido contra los malos le ha granjeado el odio de los perversos. Le
odian los herejes porque no cesa de impugnarlos; le odian los clérigos porque ataca
su mala vida y sus crímenes. Pero todos los hombres buenos lo admiran y
quieren»(122). Por este odio de los herejes y de los malos hubo de sufrir
Jerónimo muchas contrariedades, especialmente cuando los pelagianos asaltaron
el convento de Belén y lo saquearon; pero soportó gustoso todos los malos
tratos y los ultrajes, sin decaer de ánimo, pronto como estaba para morir por
la defensa de la fe cristiana. «Mi mayor gozo —escribe a Apronio— es oír que mis hijos combaten por Cristo; que
aquel en quien hemos creído fortalezca en nosotros este celo valeroso para que
demos gustosamente la sangre por defender su fe... Nuestra casa, completamente
arruinada en cuanto a bienes materiales por las persecuciones de los herejes,
está llena de riquezas espirituales por la bondad de Cristo. Más vale comer
sólo pan que perder la fe»(124).
60. Y si jamás permitió que el error se
extendiera impunemente, no puso menor celo en condenar, con su enérgico modo de
hablar, la corrupción de costumbres, deseando, en la medida de sus fuerzas, presentar
a Cristo una Esposa gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino
santa e inmaculada(125). ¡Cuán duramente reprende a los que profanaban con
una vida culpable la dignidad sacerdotal! ¡Con qué elocuencia condena las
costumbres paganas que en gran parte inficionaban a la misma ciudad de Roma!
Para contener por todos los medios aquel desbordamiento de todos los vicios y
crímenes, les opone la excelencia y hermosura de las virtudes cristianas,
convencido de que nada puede tanto para apartar del mal como el amor de las
cosas más puras; reclama insistentemente para la juventud una educación piadosa
y honesta; exhorta con graves consejos a los esposos a llevar una vida pura y
santa; insinúa en las almas más delicadas el amor a la virginidad; tributa todo
género de elogios a la dificil, pero suave austeridad de la vida interior; urge
con todas sus fuerzas aquel primer precepto de la religión cristiana —el precepto de la caridad unida al trabajo—, con cuya observancia la soledad humana pasaría
felizmente de las actuales perturbaciones a la tranquilidad del orden. Hablando
de la caridad, dice hermosamente a San Paulino: «El verdadero templo de Cristo
es el alma del creyente: adórnala, vístela, ofrécele tus dones, recibe a Cristo
en ella. ¿De qué sirve que resplandezcan sus muros con piedras preciosas, si
Cristo en el pobre se muere de hambre?»(126). En cuanto a la ley del trabajo,
la inculcaba a todos con tanto ardor, no sólo en sus escritos, sino con el
ejemplo de toda su vida, que Postumiano, después de haber vivido con Jerónimo
en Belén durante seis meses, testifica en la obra de Sulpicio Severo: «Siempre
se le encuentra dedicado a la lectura, siempre sumergido en los libros; no
descansa de día ni de noche; constantemente lee o escribe»(127). Por lo demás,
su gran amor a la Iglesia aparece también en sus comentarios, en los que no
desaprovecha ocasión para alabar a la Esposa de Cristo. Así, por ejemplo,
leemos en la exposición del profeta Ageo: «Vino lo más escogido de todas las
gentes y se llenó de gloria la casa del Señor, que es la Iglesia de Dios vivo,
columna y fundamento de la verdad... Con estos metales preciosos, la Iglesia
del Señor resulta más esplendorosa que la antigua sinagoga; con estas piedras
vivas está construida la casa de Cristo, a la cual se concede una paz
eterna»(128). Y en el comentario a Miqueas: «Venid, subamos al monte del Señor;
es preciso subir para poder llegar a Cristo y a la casa del Dios de Jacob, la
Iglesia, que es la casa de Dios, columna y firmamento de la verdad»(129). Y
añade en el proemio del comentario a San Mateo: «La Iglesia ha sido asentada
sobre piedra por la palabra del Señor; ésta es la que el Rey introdujo en su
habitación y a quien tendió su mano por la abertura de una secreta
entrada»(130).
61. Como en los últimos pasajes que hemos
citado, así otras muchas veces nuestro Doctor exalta la íntima unión de Jesús
con la Iglesia. Como no puede estar la cabeza separada del cuerpo místico, así
con el amor a la Iglesia ha de ir necesariamente unido el amor a Cristo, que
debe ser considerado como el principal y más sabroso fruto de la ciencia de las
Escrituras. Estaba tan persuadido Jerónimo de que este conocimiento del sagrado
texto era el mejor camino para llegar al conocimiento y amor de Cristo Nuestro
Señor, que no dudaba en afirmar: «Ignorar las Escrituras es ignorar a
Cristo»(131). Y lo mismo escribe a Santa Paula: «¿Puede concebirse una vida sin
la ciencia de las Escrituras, por la cual se llega a conocer al mismo Cristo,
que es la vida de los creyentes?»(132).
62. Hacia Cristo, como a su centro, convergen
todas las páginas de uno y otro Testamento; por ello Jerónimo, explicando las
palabras del Apocalipsis que hablan del río y del árbol de la vida, dice entre
otras cosas: «Un solo río sale del trono de Dios, a saber, la gracia del
Espíritu Santo; y esta gracia del Espíritu Santo está en las Santas Escrituras,
es decir, en el río de las Escrituras. Pero este río tiene dos riberas, que son
el Antiguo y el Nuevo Testamento, y en ambas riberas está plantado el árbol,
que es Cristo»(133). No es de extrañar, por lo tanto, que en sus piadosas
meditaciones acostumbrase referir a Cristo cuanto se lee en el sagrado texto:
«Yo, cuando leo el Evangelio y veo allí los testimonios sacados de la ley y de
los profetas, considero sólo a Cristo; si he visto a Moisés y a los profetas,
ha sido para entender lo que me decían de Cristo. Cuando, por fin, he llegado a
los esplendores de Cristo y he contemplado la luz resplandeciente del claro
sol, no puedo ver la luz de la linterna. ¿Puede iluminar una linterna si la
enciendes de día? Si luce el sol, la luz de la linterna se desvanece; de igual
manera la ley y los profetas se desvanecen ante la presencia de Cristo. Nada
quito a la ley ni a los profetas; antes bien, los alabo porque anuncian a
Cristo. Pero de tal manera leo la ley y los profetas, que no me quedo en ellos,
sino que a través de la ley y de los profetas trato de llegar a Cristo»(134). Y
así, buscando piadosamente a Cristo en todo, lo vemos elevarse maravillosamente,
por el comentario de las Escrituras, al amor y conocimiento del Señor Jesús, en
el cual encontró la preciosa margarita del Evangelio: «No hay más que una
preciosa margarita: el conocimiento del Salvador, el misterio de la pasión y el
secreto de su resurrección»(135).
63. Este amor a Cristo que le consumía, lo
llevaba, pobre y humilde con Cristo, libre el alma de toda preocupación
terrenal, a buscar a Cristo sólo, a dejarse conducir por su Espíritu, a vivir
con El en la más estrecha unión, a copiar por la imitación su imagen paciente,
a no tener otro anhelo que sufrir con Cristo y por Cristo. Por ello, cuando,
hecho el blanco de las injurias y de los odios de los hombres perversos, muerto
San Dámaso, hubo de abandonar Roma, escribía a punto de subir al barco: «Aunque
algunos me consideren como un criminal y reo de todas las culpas —lo cual no es mucho en comparación de mis faltas—, tú haces bien en tener por buenos en tu
interior hasta a los mismos malos... Doy gracias a Dios por haber sido hallado
digno de que me odie el mundo... ¿Qué parte de sufrimientos he soportado yo,
que milito bajo la cruz? Me han echado encima la infamia de un crimen falso;
pero yo sé que con buena o mala fama se llega al reino de los cielos»(136). Y a
la santa virgen Eustoquio exhortaba a sobrellevar valientemente por Cristo los
mismos trabajos, con estas palabras: «Grande es el sufrimiento, pero grande es
también la recompensa de ser lo que los mártires, lo que los apóstoles, lo que
el mismo Cristo es... Todo esto que he enumerado podrá parecer duro al que no
ama a Cristo. Pero el que considera toda la pompa del siglo como cieno inmundo
y tiene por vano todo lo que existe debajo del sol con tal de ganar a Cristo;
el que ha muerto y resucitado con su Señor y ha crucificado la carne con sus
vicios y concupiscencias, podrá repetir con toda libertad: ¿Quién nos separará
de la caridad de Cristo?»(137).
64. Sacaba, pues, San Jerónimo abundantes frutos
de la lectura de los Sagrados Libros: de aquí aquellas luces interiores con que
era atraído cada día más al conocimiento y amor de Cristo; de aquí aquel
espíritu de oración, del cual escribió cosas tan bellas; de aquí aquella
admirable familiaridad con Cristo, cuyas dulzuras lo animaron a correr sin
descanso por el arduo camino de la cruz hasta alcanzar la palma de la victoria.
Asimismo, se sentía continuamente atraído con fervor hacia la santísima
Eucaristía: «Nada más rico que aquel que lleva el cuerpo del Señor en una cesta
de mimbres y su sangre en una ampolla»(138); ni era menor su veneración y
piedad para con la Madre de Dios, cuya virginidad perpetua defendió con todas
su fuerzas y cuyo ejemplo acabadísimo en todas las virtudes solía proponer como
modelo a las esposas de Cristo(139). A nadie extrañará, por lo tanto, que San
Jerónimo se sintiera tan fuertemente atraído por los lugares de Palestina que
el Redentor y su Madre santísima hicieron sagrados con su presencia. Sus
sentimientos a este respecto se adivinan en lo que sus discípulas Paula y
Eustoquio escribieron desde Belén a Marcela: «¿En qué términos o con qué
palabras podemos describirte la gruta del Salvador? Aquel pesebre en que gimió
de niño, es digno de ser honrado, más que con pobres palabras, con el
silencio...
¿Cuándo llegará el día en que nos sea dado
penetrar en la gruta del Salvador, llorar en el sepulcro del Señor con la
hermana y con la madre, besar el madero de la cruz, y en el monte de los Olivos
seguir en deseo y en espíritu a Cristo en su ascensión?...»(140). Repasando
estos recuerdos, Jerónimo, lejos de Roma, llevaba una vida demasiado dura para
su cuerpo, pero tan suave para el alma, que exclamaba: «Ya quisiera tener Roma
lo que Belén, más humilde que aquélla, tiene la dicha de poseer»(141).
65. El voto del santo varón se realizó de
distinta manera de como él pensaba, y de ello Nos y los romanos con Nos debemos
alegrarnos; porque los restos del Doctor Máximo, depositados en aquella gruta
que él por tanto tiempo había habitado, y que la noble ciudad de David se
gloriaba de poseer en otro tiempo, tiene hoy la dicha de poseerlos Roma en la
Basílica de Santa María la Mayor, junto al pesebre del Señor. Calló la voz cuyo
eco, salido del desierto, escuchó en otro tiempo todo el orbe católico; pero
por sus escritos, que «como antorchas divinas brillan por el mundo entero»(142),
San Jerónimo habla todavía. Proclama la excelencia, la integridad y la
veracidad histórica de las Escrituras, así como los dulces frutos que su
lectura y meditación producen. Proclama para todos los hijos de la Iglesia la
necesidad de volver a una vida digna del nombre de cristianos y de conservarse
inmunes de las costumbres paganas, que en nuestros días parecen haber
resucitado. Proclama que la cátedra de Pedro, gracias sobre todo a la piedad y
celo de los italianos, dentro de cuyas fronteras lo estableció el Señor, debe
gozar de aquel prestigio y libertad que la dignidad y el ejercicio mismo del
oficio apostólico exigen. Proclama a las naciones cristianas que tuvieron la
desgracia de separarse de la Iglesia Madre el deber de refugiarse nuevamente en
ella, en quien radica toda esperanza de eterna salvación. Ojalá presten oídos a
esta invitación, sobre todo, las Iglesias orientales, que hace ya demasiado
tiempo alimentan sentimientos hostiles hacia la cátedra de Pedro.
Cuando vivía en aquellas regiones y tenía por
maestros a Gregorio Nacianceno y a Dídimo Alejandrino, Jerónimo sintetizaba en
esta fórmula, que se ha hecho clásica, la doctrina de los pueblos orientales de
su tiempo: «El que no se refugie en el arca de Noé perecerá anegado en el
diluvio»(143). El oleaje de este diluvio, ¿acaso no amenaza hoy, si Dios no lo
remedia, con destruir todas las instituciones humanas? ¿Y qué no se hundirá,
después de haber suprimido a Dios, autor y conservador de todas las cosas? ¿Qué
podrá quedar en pie después de haberse apartado de Cristo, que es la vida? Pero
el que de otro tiempo, rogado por sus discípulos, calmó el mar embravecido,
puede todavía devolver a la angustiada humanidad el precioso beneficio de la
paz. Interceda en esto San Jerónimo en favor de la Iglesia de Dios, a la que
tanto amó y con tanto denuedo defendió contra todos los asaltos de sus
enemigos; y alcance con su valioso patrocinio que, apaciguadas todas las
discordias conforme al deseo de Jesucristo, se haga un solo rebaño y un solo
Pastor.
66. Llevad sin tardanza, venerables hermanos, al
conocimiento de vuestro clero y de vuestros fieles las instrucciones que con
ocasión del decimoquinto centenario de la muerte del Doctor Máximo acabamos de
daros, para que todos, bajo la guía y patrocinio de San Jerónimo, no solamente
mantengan y defiendan la doctrina católica acerca de la inspiración divina de
las Escrituras, sino que se atengan escrupulosamente a las prescripciones de la
encíclica Providentissimus Deus y de la presente carta. Entretanto, deseamos
a todos los hijos de la Iglesia que, penetrados y fortalecidos por la suavidad
de las Sagradas Letras, lleguen al conocimiento perfecto de Jesucristo; y, en
prenda de este deseo y como testimonio de nuestra paterna benevolencia, os
concedemos afectuosamente en el Señor, a vosotros, venerables hermanos, y a
todo el clero y pueblo que os está confiado, la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, a 15 de
septiembre de 1920, año séptimo de nuestro pontificado.
Notas
1. Conc.
Trid., ses.5, decr.: de reform. c.l.
2. Sulp.
Sev., Dial. 1,7.
3. Cassian.,
De inc. 7,26.
4. S.
Prosp., Carmen de ingratis V 57.
5. De viris ill. 135.
6. Ep. 82,2,2.
7. Ep. 15 l,l; 16 2,1.
8. In Abd., praefat.
9. In Mt. 13,44.
10. Ep. 22,30 1.
11. Ep. 84 3,1.
12. Ep. 125 12.
13. Ep. 123,9 al. 10; 122,2,1.
14. Ep. 127,7,1s.
15. Ep. 36,1; 32,1.
16. Ep. 45,2; 126,3; 127, 7.
17. Ep. 84,3, l s.
18. Conc. Vat. I, ses.3, const.: de fide catholica c.2.
19 Tract. de Ps. 88.
20. In Mt. 13,44; Tract. de Ps. 77.
21. In Mt. 13 45ss.
22. Quaest. in Gen., praef.
23. In Agg. 2,lss.; cf. In Gal. 2,10, etc.
24. Adv.
Hel. 19.
25. Adv.
Iovin. 1,4.
2 6. Ep. 49, al. 48,14,1.
27. In Ier. 9, l2ss.
28. Ep. 78,30 (al. 28) mansio.
29. Ep. 27,1, ls.
30. In Ez. 1,15ss.
31. In Mich. 2,Ils; 3,5ss.
32. In Mich. 4,lss.
33. In Ier. 31,35ss.
34. In Nah. 1,9.
35. Ep. 57 7,4.
36. Ep. 82 7,2.
37. Ep. 72,2,2.
38. Ep. 18,7,4; cf. Ep. 46,6,2.
39. Ep. 36,11,2.
40. Ep. 57,9,1.
41. S. Aug., Ad Hieron., inter epist. S. Hieron.
116,3.
42. Litt.
enc. Providentissimus Deus.
43. In Ier. 213,15s.; In Mt. 14,8; Adv. Helv. 4.
44. In Philem. 4.
45. S. Aug., Contra Faustum 26,3s,6s.
46. Jn 19,35.
47. In Mt. prol.
48. Ep. 78,1,1; cf. In Mc. 1,13-31.
49. S. Aug., Contra Faustum 26,8.
50. Cf. Mt 12,3.39-42; Lc 17,26-29.32, etc.
51. Mt 5,18.
52. Jn 10,35.
53. Mt 5,19.
54. Lc 24,45s.
55. Ep. 130,20.
56. Ep. 58,9,2; 11,2.
57. Mt 13,44.
58. S. Aug., Conf. 3,5; cf. 8,12.
59. Ep. 22,30,2.
60. In Mich. 1,10-15.
61. In Gal. 5 19s.
62. Ep. 108,26,2.
63. Ad Domnionem et Rogatianum, in 1 par. praef.
64. Ep. 63,2.
65. Ep. 15,1,2.4.
66. Ep. 16,2,2.
67. In Dan. 3,37.
68. Adv.
Vigil. 6.
69. Dial. e. Pelag., prol.2.
70. Contra Ruf. 3,43.
71. In Mich. 1,10ss.
72. In Is. 1,6, cap.16,1-5.
7 3. In Tit. 3,9.
74. In Eph. 4,31.
75. Ep. 107,9.12.
76. Ep. 22,17,2; cf. ibíd., 29,2.
77. Ep. 108,26.
78. Ep. 127,7
79. Ps. 50,8.
80. Imit. Chr. 4,11,4.
81. Imit. Chr. 4,11,4.
82. Ep. 125,7,3; 11,1.
83. Ep. 52,7,1.
84. Ep. 53,3ss.
85. Ep. 27,1,2.
86. Mal 2,7.
87. Pío X, Litt. apost. Vinea electa, 7 mayo 1909.
88. Cf. 2 Tim 3,17.
89. Tract. de Ps. 147.
90. Tom 2,19s.
91. Tim 4,4.
92. Jer 12 11.
93. Ep. 52,8,1.
94. In Am. 3,35.
95. In ,Zach. 9,15s.
96. Ep. 29,1,3.
97. In Mt. 25,13.
98. Cf. In Ez. 38,1s; 41,23s; 42,13s; In Mc. 1,13.31; Ep.
129,6,1, etc.
99. In Hab. 3,14s.
100. In Mc. 9,1-7; cf. In Ez. 40-24-27.
101. In Eccles. 12,9s.
102. Ep. 58,9,1.
103. In Edem. 2,24s.
104. In Am. 9,6.
105. In Is. 6,1-7.
106. 2 Tim 3,16.
107. Ep. 49, al. 48,17,7.
108. In Gal. 1,11s.
109. In Am. praef. in 1,3.
110. In Gal. praef. in 1.3.
111. Ep. 36,14,2.
112. Ep.
52,8,1.
113. Dial.
cont. Lucif., 11.
114. Ep. 53,7,2.
115. In Tit. 1,10s.
116. In Mt. 13,32.
117. Ep. 36,14, 2.
11 8. Ep. 48, al. 49,4,3.
119. Ep. 53,10,1.
120. Ep. 30,13.
121. In Eph., prol.
122. Ep.
141 2; cf. Ep. 134,1.
123.
Postumianus apud Sulp. Sever., Dial. 1,9.
124. Ep.
139.
125. Ef 5,27.
126. Ep. 58,7,1.
127. Postumianus apud Sulp. Sever., Dial. 1,9.
128. In Agg. 2,1s.
129. In
Mich. 4 1s.
130. In Mt., prol.
131. In Is., prol.; cf. Tract. de Ps. 77.
132. Ep.
30,7.
133. Tract. de Ps. 1.
134. Tract. in Mc. 91-7.
135. In Mt. 13,45s.
136. Ep. 45,1,6.
137. Ep. 22,38.
138. Ep. 125,20,4.
139. Cf. Ep. 22,35,3.
140. Ep.
46,11,13.
141. Ep.
54,13,6.
142.
Cassian., De incarn. 7,26.
143. Ep.
15,2,1.